"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




viernes, 19 de noviembre de 2010

De mayor quiero ser traficante

Hay veces que las evidencias hablan por sí solas, aunque tú quieras hacer como que no.

Hace cuatro o cinco años estuve haciendo un voluntario con la fundación Caja Madrid (tod@s tenemos un pasado duro) en un colegio público con un bagaje de alumnado que telita del telón. En mi clase había chavales de todos los pelajes y condiciones con un único objetivo: no estar en la calle.
Retenerles allí durante unas cuantas horas era como retener a una manada de dóbermans a la puerta de la carnicería.

Se suponía que allí había que hacer los deberes, pero yo no soy muy partidaria de esos sistemas, porque bastante tiempo pasan las criaturas en clase como para chuparse dos horas más de apoyo escolar, así que sin que me oiga nadie, un ratito hacíamos deberes y el resto charlábamos de lo divino y lo humano.

Un día me preguntaron que por qué yo era maestra. Les conté un poco de mi vocación de la infancia hecha realidad y parece que no les convencí, pero al menos les valió mi razonamiento.

Luego les pregunté que qué querían ser de mayores. Nada nuevo bajo el sol: futbolistas, bomberos, maderos, cantantes y demás.
Uno de los chavales me dice:

-Profe, yo me cambio, lo he pensado mejor. Yo de mayor quiero ser traficante (13 dulces años tenía la criatura, ahora que lo pienso ya tendrá 18, ¿habrá cumplido sueño?).

Automáticamente le solté la clásica charla de "pero cómo vas a querer ser eso, es un trabajo que hace infeliz a mucha gente, vas a explotar a personas, no te vas a motivar ni a apreciar, con lo que tú vales, y bla bla bla".

El chico me dice:

- Mira profe, yo sé que no está bien, pero mírate, tu has ido a la universidad, eres profesora y vienes al cole en autobús y vives en un piso de barrio (eso último lo sabían porque yo se lo había contado en un trabajo que habíamos hecho).
Mi tío trafica con hachís y tiene un chalet con piscina, un cochazo y la Play con un montón de juegos. Y yo de mayor quiero ser como mi tío, no como tú. Si eres honrado, no te haces rico y te dan por todas partes.

Y encima, el crío, tenía toda la razón.

Hay que joderse.



jueves, 18 de noviembre de 2010

La (des)autoridad de la maestra

(NOTA: Sé que aludo mucho a mi infancia para contar anécdotas de mi vida diaria, pero no puedo evitar establecer un paralelismo continuo entre mi experiencia pasada delante de la mesa de mis profes y mi experiencia actual al otro lado del estrado. Es como un dejá vu a otros niveles.
Hoy vuelvo a usar ese recurso tan útil como es la regresión a la infancia.)

Empecé a fracasar en los estudios en 5º de Primaria, cuando tuve la primera profesora de matemáticas inepta de mi dilatada carrera de suspensos que duraría hasta 3º de carrera en cuarta convocatoria.
Pese a mis notables esfuerzos por hacer ver a mis padres que lo que esa mujer me tenía era manía (¿quién dijo que l@s profes no tenemos manías? ¡MENTIRA!), jamás lo conseguí, jamás me dieron la razón, jamás cedieron en su postura.

Me chundaron un profe de apoyo en casa y castigos encadenados que me condenaban a la soledad de mi habitación rodeada de numerajos y símbolos que me parecían sánscrito y que no sabía por donde coger.
Mis padres respetaban mucho a mis profes, y yo ni te cuento.

Hoy en día - y esa es la realidad, no un victimismo exacerbado- a los profes no se nos respeta mucho. No quiero decir que nos den una galleta por menos de nada (que a veces pasa), pero la forma en que nos hablan y lo poco que valoran nuestro trabajo es un hecho. Imponemos cierta autoridad, pero es una autoridad a veces medio basada en el miedo (a las notas básicamente) y no en la figura que representamos.

Hoy me decía una chavala en clase que no le interesaba lo más mínimo saber para qué vale nada de lo que aprenden en el cole, porque nunca va a ser profesora. Y lo de "nunca voy a ser profesora" lo ha dicho con un careto como el que puede poner cualquiera al decir "nunca voy a limpiar culos", que es algo que a la gente le da bastante repelús.
Ni siquiera ha valorado que nada de lo que aprenden en el cole les forma para el futuro, vayan a ser lo que vayan a ser, y que les hace construir su presente, pero eso en junio lo tendrá interiorizado, ya me encargaré yo.

Yo tiendo mucho a exculpar al alumnado y ceder esa magnífica responsabilidad a otras personas: LOS PADRES Y MADRES. Las familias son las responsables directas de permitir a sus hijos e hijas que hagan y deshagan a su antojo, y luego se quejan de que no los controlan. Sin embargo, a la hora de respaldar nuestras decisiones, se cuidan muy mucho de echarnos un cable, porque ahí sus hij@s son las víctimas del Holocausto nazi. A la clásica frase de padres de "¿en què momento se torció nuestro hijo?" yo respondería "en el momento en que le diste más autoridad de la que tú tienes sobre él". Entre otras respuestas.

Un ejemplo claro de falta de autoridad que representamos para los padres lo cito ahorita mismo:

Estaba yo en clase de Cono recogiendo los exámenes firmados, porque yo hago que los firmen todas las familias (cada familia el de su retoño, obviamente, lo otro sería un caos).
Cuando llego al despacho y me pongo a archivarlos, veo que hay uno RECORREGIDO por encima de mis correcciones, que son bastante escandalosas por mi letra enorme y están llenas de dibujos y caras sonrientes.

Me da por leerlo y veo que encima de lo que yo había escrito, había anotaciones, tipo:

Mi correción: "Te falta describir las etapas de la reproducción sexual"
La recorrección: "¿No valía con citarlas? ¿le tienes que bajar 0.75 por eso?"
(Completamente verídico y textual)

Mientras los ojos me daban vueltas sobre sus propios ejes, me fijé en que no era la letra del chaval, era una letra... ¡adulta! ¡El padre se había creído con la potestad suficiente de recorregirme en mi propio examen!

Y como colofón final (con trompetas y platillos), cuando estaba reaccionando, veo una nota al final del examen escrita con esa misma letra:

"Y a ver si hacemos el favor de corregir bien".

Con un par.

Seguro que ese padre es el típico médico que ni te mira a la cara en la consulta, te receta las medicinas de otro paciente y cuando le dices que a tí lo que te duele no es el codo, sino el estómago, y que piensas que el Reflex cada 8 horas no te va a ayudar mucho, el colega te mira por encima del hombro y dice:

"PERO AQUÍ QUIEN ES EL PROFESIONAL, ¿USTED O YO?"





NOTA: La imagen es la ganadora de un certamen de ilustración, no estoy del todo de acuerdo con ella, pero ilustra bastante este post...

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Anticonceptivos y Vida rural

Ya he contado en posts anteriores que estuve destinada en un pueblo de la España profunda durante un curso, y que allí viví momentos muy grandes y situaciones cuanto menos dantescas.

El cole estaba justo a la entrada del pueblo, así que hasta que no estuve bien situada no tuve tiempo ni fuerzas de explorar el resto de aquel territorio encantador. Cabe destacar que el bar del pueblo estaba al lado del cole, así que, sin ser por causas de fuerza mayor, no tenía yo una necesidad imperiosa de conocer el núcleo rural.

Además, el cole resultó ser un espacio por el que todo el mundo pasaba, tuvieran o no hij@s estudiando allí, así que encima nos llegaban todos los cotilleos, historias, dimes y diretes de la convivencia sin apenas movernos de la clase (en el sentido más literal, porque muchas familias venían directamente a la clase a marujear). Entre unas cosas y otras, habían pasado dos meses y yo no sabía ni dónde estaba la plaza.

Como también he contado anteriormente, soy una persona totalmente contraria a asentarme en un pueblo, es decir, me gusta pasar un día en el campo, rodearme de naturaleza, los alegres conejillos saltando por la pradera y el sol primaveral poniéndose tras la montaña, pero después me gusta meterme en el coche y volver a mi barrio, con centros comerciales, hospitales, bares, cines y TDT sin cortes. Así soy yo, qué le voy a hacer.

En Carabaña yo estaba bastante feliz, porque me había hecho un huecoen el que se respetaba mi intimidad, es decir, seguro que las madres cotillas marujeaban con mi vida, pero lo hacían a mis espaldas y yo, qué quieres que te diga, lo agradecía, porque se evita una sulfuramientos innecesarios.

Un día salí bastante prontillo del cole porque habría una actividad complementaria cualquiera y como yo no tenía clase con ell@s, me dejaron salir antes, cabe destacar que porque el día anterior había pringado un par de horas más de las que me correspondían.

Como tenía un ratejo libre, me dio por pasear por el pueblo y explorar esos territorios ocultos que se me ofrecían al fondo de aquellas cuestas empinadas-empinadísimas. Fui a coger el bolso y al mirarme la mano descubrí que, como miles de veces, tenía una "P" pintada en el dorso.

En mi mano puede haber muchas cosas escritas, porque las agendas las pierdo y tengo poca memoria en cuanto a eventos, pero una "P" sólo significa una cosa: que me tengo que tomar la píldora. Alerta extrema.
Durante bastante tiempo (varios años concretamente) me he estado tomando la píldora anticonceptiva por prescripción médica y porque me daba la gana. Lo de tener los ovarios vagos ya es el colmo de la ironía de la Creación.
El caso es que la píldora hay que tomarla diariamente y siempre a la misma hora durante 21 días al mes, y como se te pase, las consecuencias pueden ser terribles, concretamente las que tod@s conocemos. Como mi cabeza es terriblemente volátil, casi todas las noches me pintaba una "P" en la mano para recordar al día siguiente que tenía que tomarme la pastillita dichosa (y así durante años, no sé cómo no se me ha llegado a tatuar).

Cuando vi mi "P" en la mano aquella mañana, me acordé de que tenía que tomarme la pastilla, y posteriormente me acordé de que se me había terminado y que tenía que comprar un envase nuevo; como tenía que tomármela antes de las 2, y era la 1.30, decidí acercarme en un momento a la farmacia del pueblo a pedirla.

En la farmacia, para no romper la tradición de mi consumo compulsivo, compré unas cuantas cosas más y cuando me tocó ir al mostrador, tenía una cola detrás de mí considerable.

- Hola, quería Yasmin diario para un mes (¿¿quién le pone esos nombres a los anticonceptivos femeninos??Yasmin, Diane...) y que me cobre todo ésto.

El farmacéutico se quedó como paralizado y me miró por encima de las gafas:

- Pero... ¿usted usa anticonceptivos orales?

Me dieron ganas de contestarle: "No, hombre, los quiero para decorarme la carpeta", pero como luego en la vida real esas cosas nos las solemos callar, lo que dije fue:

- Sí, con prescripción médica, pero la receta la tiene mi farmacéutica del barrio, es que yo no soy del pueblo y ésto es una urgencia.

- Uy pues... yo se la daría, porque la tengo que tener aquí obligatoriamente, pero... moralmente no estoy de acuerdo con los anticonceptivos. Mis principios no me permiten vendérsela.

Me dejó muerta. Flipada. Anonadada. Alucinando pepinillos.

- Pero ¿yo a dónde he venido? ¿a la farmacia o al Foro de la Familia?

El farmacéutico me empezó a soltar una chapa de media hora sobre los inconvenientes de tomar anticonceptivos, pasando por la importancia de llegar virgen al matrimonio y por supuesto aludiendo a la importancia de que yo, como maestra (yo no sabía quién era él pero él sabía todo de mí, como en todos los pueblos) extendiese ese mensaje entre el alumnado preadolescente.

Aquello era la típica situación de cámara oculta. Yo esperaba que saliese Juanma Iturriaga con el ramo de flores y el muñeco de "Inocente Inocente", felicitándome por mi entereza, pero allí no salía nadie. El farmacéutico, yo y una tensión ambiental creciente.

- Mire, o me da la pastilla dichosa o le dejo todo esto aquí y no compro nada, pero decídase que me tengo que ir a la civilización, por favor.

Así se lo dije. Una voz sonó a mi espalda:

- Pero tú ¿para qué quieres la pastilla? ¿es que tienes relaciones frecuentes? Tendrás pareja estable, ¿no?

No me acordaba de la cola de viejas que tenía detrás. La flor y la nata del cotilleo rural presenciando toda aquella escena. A tomar por culo mi reducto de paz y anonimato.

Me dí la vuelta y salí de allí despavorida. Podía vivir sin píldora, pero jamás podría vivir sin intimidad, y ahora todo el pueblo sabía cosas bastante íntimas acerca de mi consumo, mis ovarios y de mí misma.

A la mañana siguiente, cuando ya se me había olvidado todo aquello, se acercó una madre a ver a un chaval de mi clase durante el recreo. Yo estaba en la puerta cuidando el patio y tomándome un café.
Estuvimos charlando un rato del niño, de sus notas, de los exámenes y del viaje de fin de curso, y ya cuando se iba, se da la vuelta y me dice:

- Por cierto, cuando quieras te echo el péndulo y te digo cuántos hijos vas a tener, que yo soy una experta. Como ayer no te llevaste la píldora..


Para que luego me llamen exagerada y tremendista.

Señor, dame paciencia...



martes, 16 de noviembre de 2010

La comida del comedor

Soy de las que piensan que en la universidad no se aprende absolutamente nada, o mejor dicho, absolutamente nada útil.
Te pegas 3, o 5 o los años que sean estudiando decenas de teorías, principios, enunciados e investigaciones y cuando terminas de aprendértelo todo eres la misma persona pero con menos hueco vacío en el cerebro. Con esto quiero decir que en absoluto te hace mas profesional saber que Fulano dijo esto o que Mengano descubrió lo otro.

Cuando una estudia Magisterio aprende muchas cosas relativamente absurdas aunque curiosas: que las marionetas tienen que llegar como mínimo al codo para que resulten estéticamente bonitas, que cuando entrevistas a una familia por primera vez es mejor poner una mesa de por medio para separar los roles o que la plastilina en realidad no es tóxica (salvo que te comas varios kilos, ahí ya no garantizan la inocuidad).

Sin embargo, hay cantidad de cosas fundamentales en la vida de todo docente para las que ya no sólo no te preparan, sio que ni siquiera te mentalizan: cómo analizar una cabeza en busca de piojos, saber aguantar el tipo ante un vómito matutino, qué hacer si una familia te amenaza con la muerte o cómo sobrevivir a la comida del comedor.

Cuando yo era pequeña, no me solía quedar al comedor de mi cole, porque vivía bastante cerca del cole. Jamás entendí, hasta muchos años después, lo feliz que hace a una persona comer la comida de su casa. Cuando yo tenga hijos, si es que algún día se da ese caso, les pienso matricular en un cole lo suficientemente cercano a casa como para que puedan prescindir del comedor.

El comedor es el único espacio de un colegio en el que reina la anarquía más absoluta, mal que te pese. El patio podría ser otro de esos espacios, pero l@s profes siempre nos enteramos de lo que pasa en un patio, bien porque lo vemos, bien porque alguien se chiva y nos viene contando que Fulanita ha pegado a Menganito y viceversa. En el patio hay muchos grupos de chavales: los que pegan, los que se defienden, los que vegetan, los que roban bocadilllos, los que juegan al fútbol, los que juegan a otras cosas (escondite, comba y otros juegos tradicionales), los que aprovechan para hacer los deberes... son infinidad de ellos.

Sin embargo, en el comedor sólo hay dos tipos de grupos: los niños que comen mal en casa y en el comedor y los que sólo comen mal en el comedor. Y es que una sopita de fideos de tu mami nunca se pareció en nada a ese bloque de pasta que tienes en la bandeja.

En primer lugar, manifiesto desde aquí mi odio radical hacia las bandejas de rancho, esas que son metálicas y tienen compartimentos para el primero, el segundo, el agua, y el pan/postre (que por cierto, qué asco da mezclar la macedonia de frutas con el pan duro).
Esas bandejas con esos huecos que cuando hay que llenarlos de puré de verduras caben (asombrosamente) cuatro cazos bien llenos, pero cuando hay que llenarlos de croquetas, parece que falta hueco y sólo caben dos o tres (acompañadas, eso sí, de hojas de lechuga del tamaño de la Plaza Mayor de Salamanca).

A decir verdad, yo no tengo problemas con la comida en sí, es decir, como de todo. Con esto no digo que me guste absolutamente toda la comida, pero toda me la puedo comer, no tengo especial aversión por nada. Sin embargo, en el tema del comedor no valen las experiencias previas, porque la comida no se parece en nada a cualquier cosa que hayas probado antes.

En primer lugar, el reciclaje del comedor puede llegar a ser demasiado cantoso. Eso de que el lunes pongan filetes de pollo, el martes croquetas de pollo, el miércoles sopa de pollo picado, el jueves empanadillas de pollo y el viernes picadillo de pollo, canta un poco, la verdad. Y es bastante tedioso.




Luego otra cosa que me alucina es que haya platos que estando sólo cocidos, sepan extraños. Por ejemplo, el arroz blanco. Si es arroz, y está cocido, ¿por qué sabe raro? Pues es así, no se identifica el sabor, así que por muy bien que comas en casa, ante esas cosas en el comedor tienes que rebelarte (este "rebelarte" es con "b", que nadie se asuste. El "revelarte" es del verbo "revelar" fotos, no sea que la Gramática de la RAE me cambie las normas).

Es verdad que debo decir en favor de los comedores escolares que muchas veces hacen menús para profes diferentes de los de l@s chaval@s, que es un detalle de agradecer. Vale que a tod@s deberían de darnos de comer con la misma calidad, pero sinceramente, yo no me puedo permitir comer varitas de merluza cada dos por tres, porque yo sí que como pescado aunque tenga forma de pescado (y no de corazón o de estrella) y no esté rebozado ni empanado. Si esa esa la única forma de que l@s niñ@s coman pescado, adelante, dénselo. Pero con mi estómago no jueguen.

Decía que nos suelen dar un menú un poco diferente, es decir, que si en el menú pone "ternera", puede que a los peques les toque hamburguesa y a nosotr@s filete, pero ternera comemos tod@s.
El drama viene cuando prefieres una hamburguesa congelada a un entrecot. No es que mi paladar se haya vulgarizado, no, es que cualquier parecido entre mi "filete" y el sabor de un filete cualquiera de un lugar cualquiera del mundo es pura coincidencia. Lo de las patatas fritas y los purés ya es cosa aparte, no entraré ni a diseccionarlos ni a comentarlos, porque me va a tocar comer todavía durante muchos años en los comedores y quiero hacerlo con la mayor entereza posible.

Cuando yo era pequeña, recuerdo que mis compis se guardaban en los bolsillos de la chaqueta del uniforme algunas cosillas de la comida del comedor que no podían comerse de ninguna de las maneras. Las envolvían en una servilleta y para el bolsillo.

Este es el diario de la supervivencia de una maestra.

Yo estoy sobreviviendo.

Tengo una bata repleta de bolsillos...

lunes, 15 de noviembre de 2010

Viajes de fin de curso

Quiso el azar que en el cole rural en el que pasé un curso entero, (y del que he hablado en Un pueblo es (parte I) y Un pueblo es (parte II) ), me ofrecieran, por obra y gracia del Espíritu Santo asistir al viaje de fin de curso.

Como alumna, yo hice dos viajes de fin de curso: en 1º de Bachillerato me fui a Italia (como manda la tradición de colegio de monjas, los colegios públicos son más de ir a Francia o a esquiar) y en 3º de carrera me fui de crucero por Turquía y las Islas Griegas. Es claramente apreciable cuál de los dos destinos fue elegido por el profesorado sin contar con el alumnado y cuál fue elegido justo al contrario. La capacidad de deducción es a veces asombrosa.

Mi recuerdo de ambos viajes es muy grato, pese a que fueron bastante diferentes. Básicamente hice lo mismo en los dos (visitar lugares, comer como una loca, beberme todas las copas que se me pusieron por delante, fumar y dormir) pero en el primero lo hice con la emoción de que no me pillaran las monjas y me echaran del colegio y en el segundo con la emoción de que no me echaran del barco. Por lo demás fueron unos días de disfrute, locurilla y desenfrenos, y jamás me importó ni lo más mínimo cómo lo vivían l@s profes que me acompañaron en Italia (en 3º de carrera éramos tod@s l@s profes).

Puede parecer a ojos del observador inexperto que irse de viaje de fin de curso en calidad de profe es una maravilla: una semanita de relax, vacaciones pagadas como quien dice, buen rollo generalizado... Bien, es exactamente así sólo cuando eres joven y sólo cuando te lo montas bien.
Cuando no, puede ser un completo infierno de gritos, comida de comedor volando por los aires, quejas, madres desesperadas llamando por teléfono y trabajo 24 horas.

En mi cole se hacía un único viaje de fin de curso, para 6º de Primaria (el curso que yo impartía), porque era el último curso que los chavales estaban en el colegio. El viaje de hacía a un multiaventura en la Sierra de Cazorla que era una auténtica pasada, el clásico sitio que hace que a un niño le den vueltas los ojos, lleno de atracciones, naturaleza y habitaciones con literas y baños comunes. Un sueño hecho realidad para la infancia preadolescente.

Cuando en el cole el director propuso el tema del viaje de fin de curso, nos ofrecimos muy pocas personas para ir: el tutor de 5º (que pringaba todos los años), el propio director, la PT (medio ofrecida, medio obligada, porque se llevaba fenomenal conmigo y queríamos hacer piña) y yo. No sé que inquietudes les moverían a ellos, pero a mí me movía la de disfrutar de l@s chaval@s en un entorno mucho más tranquilo, más lúdico y más bonito, además de que me seducía horrores la idea de pasar una semanita en el campo, aunque fuese currando. Llámame clásica, pero entre que me despierte el despertador y que me despierten los pajarillos, yo siempre he sido más de pajarillos.

El caso es que cuando vieron que me ofrecía yo, todo se zanjó rápido. Al grito (interno) de "sálvese quien pueda", el tutor de 5º se desmarcó del grupo, y con la excusa de "un responsable del equipo", el director se incluyó en el pack de los que iban sí o sí al viaje. Como la PT tenía una relación relativamente distante con él, encontró la excusa perfecta y me puso en bandeja la oportunidad de irme de viaje con la clase.

En aquel momento yo trabajaba todavía en la Compensatoria en Vallecas, así que me tuve que pedir un par de días libres. No tuvieron problemas en dármelos y yo veía el cielo abierto y el manto de la virgen asomando entre las nubes: una semana de campo, perder de vista las clases formales y no formales, dormir bajo las estrellas, horas interminables de futbolín... lo más cercano al Paraíso, vaya.

El día D (un lunes) a la hora H (8 de la mañana, horreur) nos embarcamos en el autobús rumbo a nuestro Viaje. Cabe destacar que como éramos pocos, compartimos autobús con otro cole de otro pueblo cercano, así que en aquel momento íbamos 4 profes para 40 chaval@s. Los ratios son algo que no se ha respetado nunca ni se respetará jamás.

Mi experiencia en cuanto a viajes con niñ@s en un autobús siempre ha sido horrible porque siempre ha sido en rutas de campamentos. Viajes de 11 horas Madrid-La Manga, con mareos, vómitos, aires acondicionados escandalosamente altos y canciones infantiles a volúmenes obscenos decoran mis recuerdos. Con estos antecedentes, me temblaban las canillas sólo de pensar en viajar de Madrid a Jaén en pleno mes de Junio con un autobús lleno de preadolescentes.

Creo que estaba rezando ya los misterios dolorosos (aprendí mucho de las monjas en el rezo eterno del rosario) cuando me fijé en el autobús: los del otro cole estaban charlando animadamente con sus chavales, mi compi estaba intercambiando música de MP3 a Ipod con otro chaval de los nuestros y el resto iban hablando, riendo o durmiendo, pero a volúmenes normales.
Busqué la cámara oculta. ¿Qué clase de viaje era ese? ¿No había mareos? ¿Ni angustias? ¿Ni el clásico cafre comiendo patatas y llenando todo de grasa?

Me relajé, me puse los cascos, y llegamos a Jaén, todo seguido. No es que me haya saltado las 6 horas de viaje, es que me relajé tanto que me quedé en el sitio, dormida profundamente. Pagué el precio en forma de fotos que luego metimos en el vídeo final, pero no me importó. Era feliz.

Cuando llegamos, el autocar aparcó y bajamos completamente desaforados. Eso pasa siempre que te bajas de un autobús después de un viaje largo, que te apetece correr, saltar, gritar, estirar las piernas, aunque no sea ni el momento ni el lugar. Las reacciones humanas son así.

En la puerta había al menos dos docenas de monitores y monitoras con sonrisas de oreja a oreja y abrazos para regalar a tod@s l@s niñ@s. Yo empatizo mucho con los equipo de monitores, porque un par de meses después me suelo ver en ese lado, así que trato de cuidarles un montón con la esperanza de que la vida me lo devuelva a posteriori.

Pasamos al trozo de campo que actuaba como "recibidor" y mientras a los chavales les empezaban a sobreestimular con promesas de actividades que les hacían casi babear (en un momento se oyeron las palabras "Baile", "Fin", "Viaje", "Parejas" en la misma frase y a continuación gritos y aplausos como les hubiesen dicho que la comida se la iban a servir los Jhonas Brothers al completo), a los profes nos acompañaron para enseñarnos nuestras habitaciones.

Lo de mi habitación ya es punto y aparte. Una casita pequeña situada en medio de la montaña, con unas vistas como para caerse hacia atrás. Dos habitaciones, un baño pequeño, un saloncito con sofá de mimbre... pagaría bastante por tener una casa así en Madrid, la verdad.

Si la llegada fue espectacular, la estancia no fue menos: miles de actividades programadas por el equipo de monis de tal manera que a nosotros nos dejaban respirar e ir a nuestra bola. Con monitores que acompañaban sólo a los profes, dimos paseos a caballo, hicimos rutas de senderismo, nos lanzamos en tirolina, paseamos, hicimos miles de fotos a los chicos/as y todo ello regado de unas comidas de infarto y salidas esporádicas al pueblo más cercano para mover un poco el esqueleto y jugar a los dardos. Yo seguía en mi salsa.

















Los días se me pasaron volados, y cuando por fin nos tocó irnos, tod@s echamos algunas lagrimillas. Los chavales de pena, por irse del Paraíso. Los monitores de alegría, por tener unos días para descansar, y nosotros, los profes, de angustia, porque el al día siguiente era lunes y nos tocaba volver al patio de cemento, al café insustancial del bar del pueblo y a los "silencio por favor", "en clase no se come chicle", "las escaleras se bajan sin gritar".

Algún día contaré detalles escabrosos y sustanciosos (y todos los -osos que tienen morbo) del viaje, porque la gente se desatina mucho cuando no la están vigilando, pero por ahora cierro esta crónica con la sensación de que el brazo se me levanta solo cuando oigo: "¿Alguien quiere acompañar voluntariamente al grupo en el viaje de fin de curso?"


NOTA: La foto es auténtica y verídica de mí misma. Esto es lo que yo estaba haciendo el día y a la hora en que hubiera estado dando las fracciones por millonésima vez si me hubiera quedado en el cole... ¿compensa o no?

domingo, 14 de noviembre de 2010

Un pueblo es (parte II)

(Si quieres leer la I parte de esta historia, pincha aquí)


Porque siempre he sido una muchacha con pocos escrúpulos, que si no, hubiera chillado del impacto. Una especie de amasijo de hojas secas asomó de un portón enorme y a través de sus gafas de sol (es que en los pueblos los amasijos de hojas son fotosensibles, como yo) me miró de arriba abajo y se volvió a meter dentro del portón. Luego sonó un timbre y la puerta se abrió, dejándome abierto el paso a un nuevo mundo desconocido.

Ahora quedaría fenomenal una descripción tipo "Narnia", de un bosque frondoso lleno de hadas y duendes, pero lo que me encontré realmente fue el patio del colegio, hecho del clásico suelo de patio de colegio. Hago aquí una pausa para la reflexión: yo no sé que pasa, pero después de años y años de evolución humana no hemos dado con un suelo de patio que note seccione las extremidades poco a poco cuando te caes fruto de un tropezón cualquiera.

Existen dos tipos de suelos de patio extendidos en nuestra sociedad: el de arenilla y piedrecitas y el de pavimento de cemento de toda la vida. En el de arenilla y piedrecitas l@s niñ@s pueden disfrutar mucho si les gusta jugar con la arena, pero no ofrece un firme adecuado para los deportes de balón, concretamente para el fútbol, que es el juego por el que clases enteras repletas de niñ@ podrían dar su vida, aunque yo no lo entienda. Por ese motivo, el patio de tierra es mas adecuado para más peques, para l@s que todavía juegan con el cubito y la pala.
El patio de cemento, sin embargo, brinda un terreno deslizante (y con lluvia no digamos) con condiciones óptimas para un partidillo, pero ahora, cáete jugando si te atreves. Mis rodillas son una clara demostración de que las quemaduras de primer grado por abrasión contra el suelo del patio dejan huellas imborrables.

Cuánto tiene que avanzar la tecnología en según que cosas.

El caso es que después de ver aquel amasijo de hojas fotosensible y el patio de cemento, me quedé un poco clavada sin saber muy bien hacia dónde ir o qué hacer. Del otro lado de la verja de la entrada, alguien me chistó. Cuando me giré vi a una mujer de mediana edad que asomaba por la puerta principal:

- ¡¡Chss, chss!! ¿Tú eres la nueva maestra?

- Sí, eso parece.

- Pues ya puedes ser un poco más formal que la otra, que dice que está de baja pero bien que la vemos por Alcalá tomándose unas cañitas...

Y cogiendo su carro de la compra, desapareció, como las brujas de los cuentos.

Cabe destacar que Alcalá es una ciudad que está como a unos 45 kilómetros, es decir, que en ese pueblo controlan a la gente en un radio de 50 kilómetros. A esto me refiero cuando digo que en los pueblos no hay intimidad, pero tampoco en los alrededores. Qué locura.

Con todo aquello yo ya no sabía si entrar, salir o desaparecer como la mujer del carro para nunca más volver. Estaba pensándomelo cuando apareció de la nada una fila de niñ@s alegres y sudando como pollos acompañados de un chico de unos 30 y tantos, con chándal y piercing de regalo:

- ¿Buscas a alguien?

- Sí... bueno, me mandan de la DAT del Este, vengo a sustituir a la jefa de estudios.

- Pues pasa, encantado, soy el director.

Ahí me di cuenta de lo que son los estereotipos. Yo jamás hubiera pensado que el chaval que tenía delante, con más pinta de ir de copas que de ir al cole, fuera el flamante director de un colegio. Pero como no tenía nada mejor que hacer, le seguí.

Si el cole por fuera era un cuadro, por dentro era como un tríptico. Todo de madera, chiquitillo, decorado con motivos campestres, con tres clases abajo y otras tres arriba. Fin. A mí me descuadraba que hubiese tan pocas clases, siendo en total 9 grupos. ¿Dónde metían a los tres grupos que sobraban?

Pasé al despacho de dirección (del tamaño de mi habitación, que es bastante pequeña) donde se apelotonaba material, dibujos y libros varios. En una mesa pequeña, codo con codo (en el sentido más literal de la palabra) trabajaban el director, el secretario (que aún no conocía) y la jefa de estudios (de baja, yo iba a sustituirla).

El Dire me empezó a explicar un poquillo cuando apareció otro chico de su edad, vestido con vaqueros y camisa hippie, sonriente y con aspecto de ser bastante majete:

- Hola, soy el secretario. Nos hemos visto antes pero no he podido saludarte, perdona. Estábamos en plena representación del Otoño en Infantil. Yo soy El Otoño.

A mí no me sonaba haber visto a ningún Otoño, ni a ese chico en ningún momento, salvo que hubiese pasado delante de mis narices sin que yo me hubiese enterado. No quise decir nada.

Me contaron un poco por encima cómo funcionaba el cole, me dieron mi horario y me dijeron que ya me podía ir, porque era viernes y ya poco podía hacer allí. Me desearon buen fin de semana y ala, otros 70 kilómetros de vuelta.

Mientras bajaba por las escaleras bastante contenta de la primera impresión (un equipo directivo joven y con buen rollo), ví encima de una mesa una especie de traje hecho de hojas secas y unas gafas de sol marrones. Entonces ubiqué: amasijo de hojas secas con gafas de sol, El Otoño, el secretario. Aquel esperpento que me había recibido era él disfrazado, cualquiera lo diría.





Con una sonrisa, un montón de papeles y mucha curiosidad salí de nuevo por la puerta, deseando que llegase el lunes para ver qué me iba a deparar aquel pueblo al que jamás hubiera ido por voluntad propia pero que ahora intuía que me iba a deparar muy buenos momentos.

¿Acertaría mi intuicion?

sábado, 13 de noviembre de 2010

Un pueblo es (parte I)

Opositar fue, como ya comenté en Mamá, quiero ser maestra, algo en lo que me embarqué sin pensarlo mucho y que ahora presenta un futuro incierto.
Es como cuando te regalan una maqueta gigante de un trasatlántico del silo XVIII a escala y te pones a hacerla para demostrarte a tí misma que puedes, empiezas con unas ganas desaforadas y cuando llevas medio barco hecho no sabes si terminar de hacerlo aunque te vaya la vida en ello (y ya por el honor personal y el amor propio) o arrojar al vacío el barco, las piezas, la dignidad y el honor y empezar a vivir una etapa nueva y feliz de tu vida donde no haya topecillos de madera ni cola de contacto.

Más o menos eso me pasó a mí cuando oposité por primera vez, que cuando terminó y comprobé llena de estupor que me había quedado a 1.6 décimas de obtener la plaza, busqué incesantemente una motivación que hiciese que no me pegase un tiro allí mismo después de las horas que le había dedicado a estudiar, programar y perder el tiempo en una academia en la que respirábamos por turnos, dado el poco aire limpio que había.

Sin embargo, yo sabía cuál era mi motivación desde el principio: trabajar. Ser interina no me parecía ni tan remotamente malo como a otras personas, porque yo quería trabajar, y los interinos trabajan. Lo que yo no sabía era que 1,6 décimas suponen casi 1600 personas delante de tí en la lista, y cuando salió la publicación y lo verifiqué, se fue por el desagüe mi única motivación para seguir en ese camino de miles de espinas y una sola rosa: la plaza fija.

Para seguir con mi vida de la manera más normalizada posible y superar el trauma post-oposición, entré a trabajar en un cole concertado que la verdad, he visto estadios de fútbol más recogiditos que ese colegio. De línea 6 (esto quiere decir, 6 clases por curso), era tan monstruoso que llevábamos walkie-talkie para comunicarnos dentro del centro, dada la imposiblidad de "acercarnos" un momento a secretaría, al comedor o a otra clase. Allí estaba yo, como gato panza arriba, con mi depresión post-traumática y mi walkie-talkie. Asustaba al miedo, creo yo. Y encima nos daban fatal de comer (y pagando una pasta).

Pero hete aquí que la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, y cuando llevaba un mes en el MacroColegio, me llamaron del Cuerpo de Maestros/as del Estado. La sensación que sentí es la de haber terminado la maqueta del barco y encima ganar un concurso con ella. Mi felicidad no encontraba límites, los pájaron piaban en lo alto de los árboles, las flores perfumaban más que de costumbre y el sol me sonreía en lo alto del cielo. O al menos así me sentía.

Me despedí del MacroColegio (no se lo tomaron muy allá) y al día siguiente estaba como un clavo en la Dirección de Área Territorial de la que me habían citado, esperando a que la funcionaria de turno terminase de tomarse el café y me atendiese. Cuando por fin lo hizo, no se molestó mucho en prepararme para el momento, simplemente me dijo:

- Te ha tocado en Carabaña, no lo querrás, ¿no?

Yo, completamente alucinada, y no queriendo pecar de inculta más de lo necesario, fui capaz de expresarme con pocas palabras pero bastante acierto:

- Pero, ¿eso dónde queda?

Quedaba lejos, me dijo la mujer, y luego señaló un mapa de la Comunidad de Madrid para que me ubicase en un alarde de cariño que le dió a la tía avinagrada aquella.

Yo seguía sin encontrar aquello, entre relieves, carreteras principales, secundarias y áreas de servicio, así que para mi casa me marché aceptando el trabajo como quien acepta pan chino en vez de pan normal. Se arriesga, no nos vamos a engañar.

Cuando salí llamé a mi padre, y él sí conocía el pueblo:

- Eso queda como a unos sesenta y pico kilómetros de casa por la carretera de Valencia, es famoso por las Aguas Fuertes (motivo maravilloso para tener fama, un licor para irte de varas).

Yo nunca me había imaginado en un pueblo, y menos tan pequeño (800 habitantes), la verdad. Soy bastante urbanita, y con esto quiero decir que no concibo mi vida sin tiendas de chinos, cines, metro y parques grandes. Me parecen bienes y servicios de obligatorio consumo para el ser humano.

Total, que allí que marché yo al día siguiente a probar suerte. 60 km de autovía y otros 10 o 12 de carretera secundaria hasta llegar a un pueblecillo bastante cuco en apariencia, pero pueblo y pequeño. No me podía echar las manos a la cabeza porque hacía un frío infernal y las tenía en punto de congelación máxima.





Después de preguntar a los lugareños que paseaban por allí, me indicaron que, efectivamente, aquella casita con apariencia de psiquiátrico del siglo XVII (como decía mi padre) pero encantador era el colegio, y no habiendo timbre ni llamador para comunicarme, me lancé a golpear los barrotes alegremente esperando a que cualquier forma humana saliera a recibirme.

Y salió, vaya que si salió...

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Alcohol y pedagogía libertaria

Esta mañana, cuando he ido a seguir mi rutina diaria de despertar-iralbaño-lavarmelacara-consultarlosllamamientos, me he encontrado con un mail en mi correo que me mandaba una compañera del colegio en el que yo estudiaba. El mail hablaba de un manifiesto que ha redactado un colectivo de padres y madres para promulgar la pedagogía libertaria en los centros escolares, ya sean privados o públicos. He visto encontrar agujas en pajares con mucha más facilidad.

Mi compañera me mandaba el correo en calidad de madre de alumna (algunas fueron mucho más rápidas de lo que lo somos otras, porque creo que ella se pasó del sector de las alumnas al sector de las madres un par de años después de salir del colegio) y estaba bastante bien planteado, aunque su consecución se me hiciese harto complicada por varias razones.
Para quien no lo conozca, la pedagogía libertaria propone un modelo de escuela basado en el anarcosindicalismo, que entre sus principios encuentran el de autogestión, el de autonomía individual, el de desarrollo comunitario, el de anticapitalismo y el de libertad personal como parte de un colectivo.

El manifiesto incluía las demandas de las familias hacia la escuela en base a estos principios, y entre ellas se encontraban éstas:

- Libertad del individuo. Libertad del individuo pero colectiva es decir teniendo en cuenta a los demás y desde la responsabilidad a vivir en grupo.

- Autonomía del individuo, en contra de las dependencias jerarquizadas y asumidas, cada individuo tiene derechos y obligaciones asumidas voluntariamente, responsabilidad colectiva y respeto. Las personas afrontan sus propios problemas, crean sus propias convicciones y razonamientos.


A ver, si a mí me preguntasen, me parece que éste modelo es, más que ideal, idílico. Es cierto que la pedagogía libertaria se ha llevado a cabo en entornos muy concretos con resultados viables (el caso más conocido es la escuela Sumerhill, Reino Unido, 1921-actualidad), pero en otros entornos sería necesario echar la sociedad abajo y de nuevo arriba para viabilizarlo.

Los principios de autogestión, libertad y desarrollo comunitario me parecen maravillosos, y de hecho pienso que éstos sí se pueden llevar a cabo en la escuela actual, pero me asaltan dudas de cómo calaría ésto en los chavales de hoy en día, cada vez menos responsables, menos estimulados y menos maduros. ¿Cómo hacer entonces que adquieran responsabilidades grupales si son incapaces de asumir las propias?

Conste que pienso que la culpa de ésto la tenemos a partes iguales sus padres y la sociedad. Pensamos que los niños/as "no saben", "no conocen", "no entienden", y que se lo tenemos que dar todo hecho. Cuando de verdad demandan nuestra atención (y quienes nos dedicamos a la educación sabemos que ésto ocurre con frecuencia) les enchufamos a la tele, o al ordenador o a la consola, y no les escuchamos.

El año pasado me tocó trabajar en una escuela rural. Le dedicaré un post sólo a contar lo que fue mi experiencia, pero aprendí un montón acerca de muchas cosas. El cole era lo que llamamos un "línea uno", es decir, con una clase de cada curso, por lo que en total habría unos 120 niños/as en todo el cole más o menos.

Como llegué para sustituir a la jefa de estudios, me asignaron la mitad de mis horas de impartición (¿se dice así?) en 6º y la otra mitad de apoyos en infantil.

De entre l@s profes de primaria, la que más tiempo pasaba en infantil era yo, y me los conocía a todos, así que cuando alguna de las tres profes de ese ciclo faltaba a clase, me solían poner a mí las sustituciones. Si yo no me dediqué a la educación infantil fue por algo, pero el caso es que descubrí un mundo nuevo en esas clases llenas de peluches y plastilinas chupadas.

Un día se dio de baja la profe de 2º de infantil (4 años), porque el día anterior haciendo un baile le había dado un tirón en el cuello que se había quedado como la niña del Exorcista, con la cabeza mirando hacia atrás. La pobre estuvo en casa una semana y me mandaron a mí a sustituirla.

Lo que más me gusta de infantil es la asamblea. La asamblea es una dinámica que se sigue en infantil cada mañana: los niños/as se sientan en círculo con el/la profesora y realizan una serie de rutinas, hablan sobre el día anterior, sobre lo que van a hacer ese día, evalúan o planifican actividades. A mí me parece un espacio maravilloso que debería llevarse a la práctica en otros ciclos (ésto también lo plantea la pedagogía libertaria) en el que conocemos muchas cosas de los/as peques.

Recuerdo que una mañana de esta sustitución, les pedí que quien quisiese cantara una canción, la que le apeteciese, porque a mí me gusta mucho que los niños y niñas canten, y más en el colegio. Algunos cantaron, otros no, y yo les dije que para el día siguiente, si les apetecía, les pidiesen a las familias que les enseñasen una canción para cantarla en la asamblea.

Al día siguiente, los que el día anterior no habían cantado ninguna canción la cantaron, todos menos un niño que no se terminaba de decidir a cantar, y que cabe destacar que era uno de los más participativos y dinámicos del grupo. A mí me extrañó, pero tampoco le quise obligar.

Más tarde, cuando terminó la asamblea y empezamos a hacer una ficha, estaban sùper concentrados coloreando y yo paseando por las mesas, cuando de repente oigo a este niño que no quería cantar...cantando. Me acerco sigilosamente y le oigo cantar:

"Alcohol, alcohol, alcohol alcohol alcohol, hemos venido a emborracharnos, ¡el resultado nos da igual!"

Por si alguien no conoce la cancioncita, es un estribillo que se entona en los botellones, fiestas y demás jolgorios por los borrachos/as de turno.

Cuando le pregunté que de dónde había sacado esa canción, me dijo que era la que sus padres le habían enseñado para la asamblea, lo que no sé es si lo hicieron en plan coña o porque realmente no se sabían otra. El caso es que el muchacho se la había cantado antes de entrar en el cole a otra profe y ella había puesto cara extraña, así que el pobre me decía:

- A la profe Fulanita no le ha gustado mi canción... ¿es que dice alguna palabrota?

Y yo le expliqué que no, que no decía palabrotas, pero que no era una canción para niños/as porque no decía nada feo pero tampoco nada bonito, y que le iba a enseñar yo una estupenda para cantar en su casa, en la asamblea y en casa del rey si hacía falta.

¿Cómo voy a pretender que esta clase de padres eduque a sus hijos/as en la responsabilidad y en la autogestión, cuando son incapaces de autogestionarse ellos?

Sería precioso que Summerhill estuviera en cada rincón de nuestros centros educativos, pero todavía hay mucho "alcohol" que destilar para que esto ocurra.


martes, 9 de noviembre de 2010

Dixit

Hace cuatro años, cuando me acababan de cesar el contrato (muy amablemente y regalándome el gordo de la lotería) en de la escuela infantil de los chupetes donde trabajaba, estaba yo durmiendo plácidamente en mi cama a una hora muy propia para dormir (las 6 de la mañana) cuando me llamó Patri:

- Me han ofrecido un curro pero no me cuadra el horario, te paso el teléfono de la chica que lo lleva y la llamas.

Y yo, que estaba felizmente parada, y en ese momento felizmente dormida, llamé a aquel teléfono pensando que el trabajo no podría ser ni de lejos peor que el de la guardería.

El curro consistía en una compensatoria externa con chavales/as en riesgo social, un proyecto aparentemente muy sencillo. Otro día hablaré de él.
El caso es que se impartía en un cole de un barrio de clase obrera de Madrid, y en cuanto dije que me quedaba con el trabajo me llevaron al centro para conocerlo.

La clase era bastante grande, bien iluminada y un poco desangelada, parecía que había pasado un tornado y se había llevado todos los colores. Había dos o tres estanterías bastante grandes, plagadas de libros que jamás se leería un niño/a, pero que estaban ahí para hacer bulto. Al fin y al cabo, ¿dónde se ha visto una clase sin libros?
Sin embargo, no había ni un juguete, ni un juego, ni un triste puzzle. Pero ¿acaso vamos al cole a jugar? Si ahora al colegio vamos a estudiar, a estudiar y a estudiar... ¡Habráse visto!

Un año antes había conocido a un grupo de amigas que hacían un voluntariado conmigo muy cerca de aquel barrio. No todas eran maestras, pero más o menos se dedicaban a la intervención con menores como trabajadoras sociales, educadoras, integradoras y maestras. Este trabajo era tan jugoso en muchos sentidos y el mundo de la intervención está tan mal (económicamente hablando) que de mi grupo de amigas han terminado trabajando conmigo en este mismo proyecto, en este mismo barrio y con esta misma asociación, una detrás de otra.

Como resultaba complicado mantener un orden y un concierto naturales en este entorno en el que currábamos, un día nos dio por intentarlo con juegos de mesa. Entendamos que estos chavales tienen un ritmo de trabajo muy complejo y unas pautas de comportamiento prácticamente inexistente, y los juegos de mesa requerían, cuanto menos, seguir las normas (del juego) y jugar en equipo. Podría ser un buen paso para empezar.

Tanto nos metimos en buscar durante semanas los juegos más adecuados, más motivadores y más entretenidos que nos convertimos en verdaderas frikis de los juegos de mesa. Cuando nos veíamos los viernes en casa de una o de otra para cenar y tomarnos una copa, llevábamos un juego de mesa nuevo que habíamos descubierto y con la excusa de aprender a jugar para llevarlo el lunes a clase con las normas aprendidas, nos pegábamos toda la noche jugando como locas.

Una de ellas, la Charini (apodada así por algún motivo que no recordamos), y su novio pasaron de ser frikis de jugar a juegos de mesa a ser frikis de COMPRAR juegos de mesa. Su casa parece a día de hoy un museo con decenas (y digo "decenas" porque son unas cuantas) de juegos de mesa de todos los pelajes, procedencias y clases. Un mundo nuevo se abría ante nuestros ojos.

Hace como un año, Charini hizo en su casa la I Cena de Gala, que consistía básicamente en vestirnos "de gala" (aquello fue para verlo) y cenar como si fuera Nochevieja (es decir, hasta reventar). Como plato estrella de postre, y siguiendo la tradición, sacaron uno de los millones de juegos que se habían comprado últimamente, el Dixit.

Sólo ver las cartas nos llevó como media hora. Las cartas tenían ilustraciones dibujadas y eran bonitas hasta emocionarnos.

"Dixit" es una conjugación latina del verbo "decir" que significa "dijo" o "ha dicho". El juego está planteado de la siguiente manera: cada jugador/a tiene 6 cartas en la mano con ilustraciones diferentes. El jugador/a que empieza escoge una de las cartas de su mano y piensa en una frase que le evoque la imagen (por ejemplo, hay una carta que me encanta en la que sale una mujer que lleva puestos unos pendientes: uno de los pendientes es un hombre impecablemente vestido con traje, raya a un lado y maletín, con cara seria. El otro pendiente es un hombre exactamente igual pero vestido de manera informal, vaqueros, jersey y despeinado pero con cara sonriente. La mujer tiene gesto dubitativo. A mí ese dibujo me evoca la frase "Es difícil tomar la decisión correcta" o "Guíate por tu intuición").

El jugador/a que elige la carta (en este caso yo y mi carta de la mujer con pendientes) dice la frase que le sugiere en voz alta y deja la carta boca abajo encima de la mesa. El resto tienen que elegir de su mano una carta que case con la frase que ha dicho el jugador y la pone junto con la inicial encima de la mesa. Se le da la vuelta a todas las cartas y el resto tienen que adivinar cuál era la carta original, la que le sugirió al jugador inicial esa frase (en este caso deben adivinar que mi carta era la de la mujer con los pendientes).

Si el resto la aciertan ganan, y el jugador inicial también. El único "pero" es que la frase no debe ser ni demasiado evidente ni demasiado complicada, asique el jugador que dijo la frase deja de ganar puntos tanto si todos la aciertan como si no la acierta nadie.

Del resto de jugadores ganan también aquellos cuya carta fue elegida por alguien de la mesa que pensó que era la original, aunque no lo fuese.

Espero haberme explicado.

El caso es que las mentes son diferentes, y donde yo veo "Problema", otro/a ve "Solución", así que es un juego muy interesante para conocer cómo perciben los demás.

Cuando jugamos el día de la cena de Gala, nos emocionó mucho este juego, tan tierno y bonito a la vez. Tanto me gustó que hoy, con un poco de retraso pero por mi cumple, Chari y su novio me lo han regalado.

Me ha hecho tan feliz... Aquí lo tengo, y es tan bonito que no sé si guardarlo para jugar cuando vengan a casa o guardarlo para mí, para cuando esté agotada, o aburrida, o triste, mirar esas tarjetas y ver los dibujos, tan tiernos, tan dulces...

Ponga un Dixit en su vida.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Uniformes

Esta tarde he ido a buscar a una amiga a la salida de su colegio, porque el día de hoy ha sido lo que podemos catalogar de "asqueroso" en lo que a tiempo se refiere. Un cielo gris plomizo y un viento que hacía temblar los árboles anunciaban que el otoño está aquí con fuerza. Decía Mari que hoy era el día "idóneo" para volar cometas (ésto lo decía porque el fin de semana pasado estuvimos intentando volar una y aquello parecía el desierto de Gobi, no se movía ni una brizna del poco viento que había). Yo creo que hoy era el día perfecto para salir volando, con cometa o sin ella.

El caso es que he llegado antes de que ella saliera y la he esperado unos minutos en la puerta dentro del coche, en parte por el frío que hacía y en parte porque cuando una pasa mucho tiempo con niños lo último que necesita es ver más niños en el tiempo libre. Quedarse en el coche y hacerse la loca en un barrio en el que has trabajado cuatro años te hace evitar situaciones agobiantes de familias asediándote y preguntándote cómo te va la vida y por qué has engordado (son las dos apreciaciones que más les gusta hacer a las familias residentes en la periferia).

El caso es que mientras esperaba pacientemente y tarareando una cancioncilla de la radio, me he fijado en que en la puerta del cole habían colgado una nota en la que informan de que finalmente se ha aprobado la implantación de los uniformes para primaria en el centro.





El tema de los uniformes es un poco controvertido, cosa que no entiendo. A mí personalmente, me parece una idea maravillosa en primaria. Para las familias es un ahorro de dinero brutal, porque en esas edades (entre los 6 y los 12) es cuando más crecen los chavales, y la ropa les dura un suspiro. Además, lo de llevar uniforme hace que desaparezcan las competiciones absurdas por la ropa de marca, la camiseta más cara o el pantalón más moderno. El uniforme pone a todo el mundo al mismo nivel, y en cuestión de posición social eso es algo que me gusta, aunque claro, siempre está el que lleva el uniforme perfectamente planchado, limpio y va hecho un pincel y el que lo lleva arrugado y hecho polvo, pero ahí no se puede hacer nada.

Yo llevé uniforme durante 13 años, desde infantil hasta final de secundaria.

Mi uniforme era lo más horroroso del panorama estilístico en todos los sentidos. Quien lo diseñó, desde luego, no se lo puso jamás, porque lo habrían retirado del mercado.
Estaba hecho de la clásica tela "saco de patatas", esa que te rasca las piernas hasta resultar desgradable. El estampado era gris con pata de gallo, que también me parece horroroso, porque si hay algo que me gusta de la infancia es la estimulación visual, todo lo hacen de miles de colores maravillosos. Para un niño/a de tres años llevar un uniforme gris es poco menos que deprimente.

Es verdad que en cuanto a estampado y color, era muy sufrido, porque las manchas de boli, rotulador y comida del comedor no se veían nada, aunque el ojo atento de madre se daba cuenta rápido de que ese día habían tocado macarrones con tomate.
Sin embargo, otra cosa horrible era que, aparte de ser feo y picar, el uniforme estaba concebido de tal manera que en invierno te congelabas porque no abrigaba nada pero en verano te asfixiabas porque tampoco transpiraba. Entre unas cosas y otras, durante mi infancia odié ese uniforme hasta que lo acabé asumiendo como mi segunda piel.

En mi cole eran muy estrictas con el tema del uniforme. Hasta 6º de Primaria era obligatorio llevarlo de cuerpo entero (el famoso "pichi") y a partir de ahí, y hasta final de secundaria, ya podías llevar sólo la falda, que la verdad, era un alivio. A mí encima me ponían camisa en vez de polo, así que encima llevaba el cuello erguido como una vela. Qué infancia más dura.

Cuando llegábamos a secundaria, era tradición remangarnos la falda, porque ya teníamos un estatus social y una reputación que mantener cuando salíamos a la calle, y no se puede mantener una reputación si llevas una falda que, aparte de ser fea y picar, te llega por mitad del gemelo. En ese momento nos encantaba lucir carne, ya daba igual que fuese tobillo, rodilla o codo, y había compañeras que se remangaban tanto la falda que tenían más tela en el "remangado" que en la propia falda. Un cuadro.

Las monjas, que se las sabían todas, nos hacían ponernos de rodillas en la clase. ¿Que no te llegaba la falda al suelo estando de rodillas? ¡RAS! Te tiraban de la falda y te desarmaban ese rulillo de tela recogida que con tanto esfuerzo te habías apañado al salir de casa.

Pero esta táctica del tirón de la falda tenía un "pero": que el uniforme te quedase corto porque realmente te estaba pequeño y urgía comprar otro. En ese caso, te mandaban una notita muy discreta a casa recordándoles a tus padres que al colegio se iba a estudiar y no a enseñar piernas, y que hiciesen el favor de mandarte decorosamente vestida.

Todos los complementos tenían que ser, desde el abrigo a loz zapatos, pasando por la goma de la coleta y los calcetines, de color azul marino. Puede parecer tema baladí, pero mi madre y el resto de madres se las han visto y deseado durante una década y pico para encontrar unos zapatos azules marino, que no es tan sencillo. Nadie en su sano juicio compra a un niño/a unos zapatos de ese color tan triste. Mi madre lo que hacía, desesperada de la vida, era comprárnoslos negros y teñirlos en casa con betún. Los pollos que nos armaban las monjas cuando el betún se empezaba a desteñir...

Sin embargo, no recuerdo jamás una discusión ni un quebradero de cabeza por pensar qué me tenía que poner para ir al cole. Lo que sí recuerdo es la maravillosa sensación que sentía cada fin de semana al ponerme mi propia ropa. Aquello sí que era valorar realmente lo que tenía y disfrutar al máximo usándolo. Un lazo rojo en la coleta era toda una locurilla.

Es verdad que además el uniforme estaba hecho de una tela poco menos que inífuga (yo creo que arpillera, si no no me lo explico) y resistía a caídas, quemaduras, cortes y otros avatares de la vida infantil. Te ibas de boca al suelo desde el columpio y te destrozabas las rodillas, pero la falda ni se inmutaba, era algo sobrenatural. Si hiciesen los chalecos antibalas de tela de uniforme, se ahorrarían una pasta.

Lo que no me gusta tanto es lo de poner uniforme en secundaria, que una ya empieza a forjarse su personalidad y quiere expresarlo con su ropa. Nosotras le dábamos nuestros toquecillos personales (un broche, una chapa, una chuleta cosida a los bajos), pero tampoco estaba permitido, así que durante esa etapa preferíamos ir en pelotas en pleno invierno antes que ponernos el uniforme cada día.

El caso es que cuando llegamos a bachillerato y dejamos de llevarlo, el último día le rendimos un sentido homenaje a la famosa falda gris. Leímos unas palabras, le pusimos una a la virgen de la capilla (casi nos cuesta la expulsión), nos bañamos con ellas en la piscina y nos las firmamos. La falda de repuesto de la clase (había una para cambiarnos en alguna emergencia) la enterramos en un sitio secreto, y con aquella falda enterramos también muchos momentos, muchas sensaciones, nuestra más tierna infancia.

Qué momentos aquellos... ¡Verás lo bien que se lo van a pasar en el cole de mi amiga ahora que les han puesto uniforme!

viernes, 5 de noviembre de 2010

El profe ideal

Ayer tuve sesión maratoniana en la academia, aunque decir esto es redundar, porque todas las sesiones de academia son maratonianas. Nos metemos allí a las 5 de la tarde y salimos a las 10 de la noche, con un pequeño espacio de 15 minutos en medio que hay que repartirse: 5 minutos para subir y bajar (es un cuarto sin ascensor), 5 minutos para un cigarro y una minimerienda y 5 minutos para ir al baño. Ni un minuto más ni uno menos.

Las dos horas y media primeras las aguanto bastante bien. Vengo fresca, de la calle, y tengo el pico de concentración en auge. Ahora, que la vuelta del descanso, sobre todo la primera media hora, es un crimen de los peores, ese momento sólo comparable al de después de comer, donde te dejarías rapar una ceja con gusto antes de entrar a clase con toda la modorrilla.

Para más inri, la preparadora de ayer (una chica de unos 30 años monísima, finísima y por supuesto encantadora) era venezolana, y por más que me esforzaba en atender a la apasionante teoría del currículo, sólo podía escuchar su toniquete y su voz dulce e imaginarme una escena de telenovela en la que Luis Arismendi discute con Julia Patrisia Elisondo por la hacienda familiar.

Entre el culebrón venezolano y el sopor de la tarde, la clase se me hizo un poquito más larga de lo normal. Entendí que el sentimiento era generalizado cuando Fer lo verbalizó mirándome con los ojos entrecerrados y balbuceando:

- Como siga hablando así, me quedo dormido.

Cuando ya estábamos tod@s a punto de entrar en la fase REM y haciendo esfuerzos sobrehumanos por entender algo de todo aquel berenjenal de objetivos, contenidos, competencias, criterios y otras lindezas, la preparadora lanzó una reflexión al aire:

- Me imagino que tod@s tendréis un referente en la enseñanza, aquel profesor que te marcó en Primaria, esa otra que te encandiló en secundaria, aquel que explicaba tan bien en bachillerato, esa mujer que sabía un montón y te dio clase en la universidad. Quiero que todo el mundo piense en esa persona que nos hizo querer dedicarnos a ésto.

(Nota: previamente ella aclaró que su motivación inicial para dedicarse a la enseñanza eran las vacaciones y el sueldo y que jamás había tenido un profesor/a medianamente bueno. Todo un ejemplo a seguir.)






Aquello pareció una explanada del Oeste a las cuatro de la tarde. Me atrevería a decir que ví rodar un par de pelotas de paja de esas que se cruzaban en el plano justo antes de que el bueno y el malo se batieran en duelo.

Nadie recordaba a un buen profesor, pero de esos que te hacen llorar cuando les recuerdas en la etapa adulta de tu vida.

Nadie.

Yo, la verdad, tengo bastantes malos recuerdos de mis profes en secundaria y bachillerato. Y en primaria también, qué cojones. Cabe destacar que estudié en un cole de monjas en el que si sacabas los pies del tiesto te los metían dentro a puntapiés. Y yo los saqué bastante.

El momento más tenso del curso suele ser el final, cuando te dan las notas. Todo el mundo está nervioso, es como un juicio que determina si tendrás el verano de un preso de Guantánamo o de un marajá de la India. Para mí siempre era mucho más tenso el primer día, en el que te enterabas (y confirmabas tus sospechas) de quién te daba clase durante todo el año en cada asignatura.

Los tres meses de verano te los podías pasar mejor o peor, estudiando o no, pero dentro de lo malo, en un clima cálido, descansado y reposado. Ahora, si te toca un profesor/a chungo, tendrás que aguantar NUEVE meses de ejercicios infernales, exámenes imposibles, correcciones eternas y negativos, notas y apuntaciones varias y todo ello regado por las lluvias otoñales y los vientos invernales. Yo creo que no se puede pasar por alto que un buen profe te hará la vida mucho más sencilla.

Yo, lamentablemente, no sólo no tengo referentes positivos, sino que tengo pequeñas espinas clavadas en mi corazón en forma de profesoras, a saber:

- M.C.G.- Apodada en el colegio "La sobaquillos" (es que éramos muy finas), las clases con ella eran toda una experiencia. Le gustaba dejarnos trotar a nuestras anchas por la clase mientras ella leía revistas de cotilleo. Me hacía escrbir cada viernes en una hoja cómo había sido mi comportamiento para que lo leyera mi madre y me amargase el fin de semana.

- N.J.- Me hizo corregir ortografía en voz alta hasta que le resultó aburrido escuchar mi voz en alto. Un día me pidió las tijeras y acto seguido salió al pasillo a cortarse las uñas. La vi por el reflejo del cristal. Luego en pasillo estaba lleno de trozos de una pintados de rosa. Tiré las tijeras.

- M.G-R.- Otra que tal baila. Ésta decidió hacer de mi madre durante el año que fue mi tutora y se dedicó a hacerme un marcaje permanente a lo largo del curso. Como mis amigas no le parecían buena influencia me tuvo todo el año sentada al fondo de la clase, sola y aburrida, para que no hablase con nadie.

-M.G.- La persona que más negativamente me ha influido en la vida. Profesora de matemáticas de mi curso durante cuatro años, me dedicó perlas como "no tienes ni idea de matemáticas", "como no estudies vas a acabar vendiendo clínex en un semáforo", "¿qué quieres ser en la vida, Felipe?" (Felipe era el hombre de mantenimiento del cole, conocido por hipnotizarnos a todas mientras limpiaba los cristales) y su frase estrella: "NO SABES NADA". Menos mal que yo venía curtida de años anteriores, porque todo esto podría haber acabado con mi salud mental.

-P.G.- Ésta ya me dio clase en la universidad. Me dio las asignaturas de Fundamentación de la Lengua y la Literatura durante toda la carrera e incluso en tercero me dio además Literatura Infantil. Me suspendió la transcripción desde febrero de 1º de carrera hasta septiembre de 3º (es decir, agoté todas las convocatorias) argumentando que no me podía pasar ni una porque me llamo como su hija mayor, y no podía evitar llamarme constantemente la atención. Cuando por fin aprobé fui a su despecho y le conté que aprobar esa asignatura era doblemente grande, primero por lo aburrida que había sido y luego porque se llama como mi madre y estaba harta de que me llamase la atención.


Éstas son algunas de las personas que han marcado mi educación. Aún a veces me pregunto cómo pude, con estos referentes, dedicarme a ésto...

jueves, 4 de noviembre de 2010

Doña Maria Blanca, Il

Cuando llegué a aquel chalet de corte señorial de los 70 en pleno centro de Madrid, estaba un poco de los nervios. De los nervios por ser un trabajo nuevo, de los nervios por lo sumamente complicado que fue encontrar la escuela (¿quién iba a pensar que era un chalet particular?) y de los nervios porque aquel lugar estaba completamente plagado de chupetes gigantes.

Las lámparas, los timbres, la puerta, las columnas, TODO eran chupetes gigantes. Las decoraciones así como un poco excesivas siempre me han creado una desazón difícil de explicar.

El caso es que llamé a uno de los chupetes gigantes, un timbre sonó y el chupete-puerta se abrió para que yo entrase. La primera visión fue difícil de explicar: un despacho tremendamente grande en el que todo era del mismo estampado de sofá antiguo, con flores y grecas bordadas. Cuando digo que todo era del mismo estampado estoy englobando las cajas de alfileres (forradas con la misma tela), la tapicería de las sillas y reposapiés, las cortinas de la estancia, los tiradores de los cajones, la alfombra y (¡¡¡TATATACHÁÁÁÁÁÁÁÁÁN!!!) la chaqueta de la mujer que estaba sentada de espaldas (muy a lo Vito Corleone) en una gran silla de respaldo alto que sólo dejaba ver un pelo rubio cardado hasta el infinito y miles de flores bordadas.

Cuando se dio la vuelta ("¿ya estás aquí, querida?", dijo "querida", sí), una mujer de volumen generoso, ojillos pequeños y labios perfilados me sonrió al otro lado de la mesa.

- Pasa, pasa y siéntate- me recordaba un poco a la bruja del cuento de Hansel y Gretel, simpática pero siniestra.

Lo de la entrevista que me hizo es tema aparte. Preguntas como "¿vives con tus padres?", "¿estás o vas a estar embarazada?", "¿fumas?", "¿con qué frecuencia?" o "¿tienes pareja estable?" fueron algunas de las perlas que salieron de su boca. Creo que pasé aquella entrevista porque estaba tan alucinada con aquella mujer que no pude ni contestar más que "eh..." a todas las preguntas.

Una hora después, la mujer tocó una campanilla (sí, ella no se molestaba en llamar por los nombres a según que personas) y allí apareció una mujer de unos 50 años con un uniforme blanco y la expresión de quien se está comiendo un limón detrás de otro durante toda su vida. Se presentó como una de las cocineras. Dejó unas telas en la silla y se fue. El ente que me había entrevistado continuó hablando:

- Éste es tu uniforme, tienes que llevarlo puesto todos los días. No puedes llevar nada debajo, salvo la ropa interior (para deleite de algunas miradas adultas que venían a recoger a sus hijos y se entretenían con cualquier excusa). Calcetines, chaqueta y otros complementos, de color blanco. Como trabajas a media jornada, aquí no puedes comer ni fumar (¿?¿?¿?¿?¿?). Empiezas el lunes. Ah, y para tí y para el resto, yo soy Doña Maria Blanca.

Y así había que llamarla, aunque fuese una urgencia. Una letra de menos, y la tía no contestaba. Lo que no sé es cómo acepté el trabajo, porque de verdad que daba miedo. Creo que sabía desde el principio que las normas me las iba a saltar a la torera.

El lunes cuando salí de clase me dirigí al chalet señorial hecho de chupetes, y llamé al timbre. El macrochupete de la entrada de abrió como el día anterior y apareció otra cara, esta vez más joven, más guapa y más sonriente. Una chica de mi edad, que llevaba un bebé en brazos, me indicó que pasara.

- Cuando te cambies te metes en el nido, que yo voy a ponerle el termómetro a esta peque.

Y me dejó allí totalmente desorientada. Después de dar vueltas durante 10 minutos por la estancia, de una puerta asomó la cara de la cocinera que conocí el día anterior y me indicó con un dedo que bajase unas escaleras que se adivinaban al fondo del pasillo. Me bajé a cambiar al cuarto habilitado para ello (un zulo para la caldera en el que se amontonaban nuestros vaqueros, jerséys, zapatillas y abrigos) y subí al espacio que mi compañera me había indicado, "el nido". Debí imaginar por qué se llamaba así. Dos docenas de bebés (muy bebés, a mí me parecían angulas) me miraban fijamente mientras lloraban, o reían, o se chupaban el dedo, o vete tú a saber lo que querían hacer. Y yo que lo más parecido a un bebé que había tenido entre mis brazos había sido un Nenuco.

Aquello fue el principio del fin. En cuanto mi compañera volvió empezó una batalla campal de papillas, biberones, pañales y musiquillas de sonajeros. Mi compañera resultó ser una máquina. También resultó llamarse Cris, y ser militar de baja por enfermedad. La vida siempre te depara sorpresas.

El caso es que cuando pasaron dos semanas, yo ya me había hecho a la rutina con bastante acierto. En esos quince días aprendí una lección valiosísima que conservaré siempre: en un trabajo es fundamental llevarse bien desde el principio con dos grupos de trabajadores: conserjes y mantenimiento y cociner@s. Llegar tarde y comer a deshoras son dos lujos que todo trabajador debe permitirse de vez en cuando.

Lo de la cocina era un cachondeo: como DoñaMaríaBlanca era mayor, allí todo el mundo cogía de todo aunque estuviese estrictamente prohibido (la jefa llegaba a freír choricillos para merendar ella al ritmo de nuestros estómagos rugiendo de hambre). Yo, que no tenía permitido comer allí (me pagaban media jornada y se suponía que comía antes de entrar, pero no me daba tiempo porque antes estaba en la universidad, así que llegaba cada día sin comer) aprovechaba su siesta (la de los niños, que duraba 1 hora, y la de la jefa, que duraba dos horas largas) y me pegaba unas meriendas de marquesa, con sándwiches, fruta, yogur y leche con galletas. Y luego me fumaba un cigarro. Me faltaba una persona masajeándome los pies al final de la tarde.

Me llevaba fenomenal con Cris, DoñaMariaBlanca aún no se sabía mi nombre, así que no me reclamaba mucho, adoraba a los bebés diminutos y hacía mi curro bien. Sólo hice mal una cosa: quejarme un martes cualquiera del exceso de sal en la sopa. Se acabó mi felicidad total. La venganza se sirven en plato frío, y las cocineras, que eran como las "Garganta Profunda" de aquel lugar, decidieron chivarse de mis meriendas, mi cigarro y mi alegría y me cambiaron de clase. Una clase sin terraza para fumar, lejos de la cocina y con niños más mayores. Mi gozo en un pozo.

Así transcurrían mis días en VillaChupetes, entre pañales, talcos, yogures y canciones. Las cocineras seguían sin ponerse gafas para cocinar y nosotras seguíamos dándoles litros y litros de agua a los niños durante las siestas a causa del exceso de sal en el puré. Todo en orden.

Pero la vida es la vida, y después de un conflicto insalvable entre dos de mis compañeras, a DoñaMariaBlanca se le cruzó el cable y nos mandó a todas a tomar por saco. Aquello ocurrió en Navidad, así que el último día de trabajo antes de cambiar de año, DoñaMariaBlanca, que era rata a más no poder, nos regaló un trozo de roscón a cada una y una participación del 50% de un décimo de lotería a cada una y ¡hala! ¡con viento fresco!. La tía perra no quiso regalarnos una cesta, lo cual sería relativamente comprensible (aunque yo defiendo que una cesta es el derecho de todo trabajador) si no fuese porque uno de los padres de los niños, que tenía una empresa de cestas, le había regalado una para cada una de nosotras.

Ella debió de estar comiendo turrón a nuestra costa casi hasta día de hoy.

Quien a hierro mata, a hierro muere, así que no tengo que explicar lo que ocurrió con nuestras participaciones de Navidad... lo celebramos con champán en su honor.

Seguro que la próxima vez, regala cestas.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Doña Maria Blanca, I

Cuando empecé la carrera pasaba un tiempo relativamente largo en la cafetería. La cafetería de mi universidad era exactamente eso: una cafetería. Cuando yo iba a ver a mis amig@s, o a hacer un curso o a cualquier cosa a otra universidad, descubría que lo suyo no eran cafeterías, más bien eran "restaurantes de carretera", espacios enormes con cientos de mesas, sillas, una barra enorme y un cocinero gordo y con cara de enfadado sacando de la cocina bocadillos de bacon como para parar un tren.

Lo de mi universidad era exactamente una cafetería, pequeñita, con las paredes de color melocotón, una barra pequeña con napolitanas, donuts, torteles y caracolas, una máquina de café enorme y un dispensador de patatas fritas. La única cosa salada que servían eran unos sándwiches mixtos que estaban como para comerte 10 uno encima del otro.

La pena es que tenía dos grandes pegas para todo estudiante (o al menos para mí): no se podía jugar a las cartas y no se podía fumar. Cuando dicen que la educación española no está unificada, se equivocan, porque hay algo que todos los estudiantes, al menos en España, aprendemos en la universidad: a jugar al mus. En caso de que vengamos aprendidos de casa, tenemos largos años por delante para perfeccionar nuestra técnica, pero es fundamental que nos habiliten un buen espacio para ello. En este caso, qué menos que una cafetería con sus panchitos, sus botellines y su espacio de fumadores, que no te estoy pidiendo qué te digo yo, caviar de Beluga y MoËt Chandon.
En mi caso, ni panchitos, ni botellines ni espacio de fumadores (y eso que en el resto de la Universidad sí se podía fumar). Tampoco caviar ni champán. Estos pequeños detalles hicieron que cuando llevaba dos meses allí me conociese todos los bares de alrededor y dejase de frecuentar la cafetería.

Lo que sí que visitaba de vez en cuando era el tablón de anuncios. En ese tablón todo el mundo anunciaba lo que quería, desde una bici usada hasta clases de violín. Como en mi universidad sólo se impartía Magisterio, había un montón de anuncios de familias del barrio que se anunciaban buscando profes particulares, canguros por horas y apoyos en general.

Una de las últimas veces que pasé por la cafetería a por uno de sus milagrosos sándwiches mixtos (como he dicho esto fue a mediados del primer cuatrimestre de primero) ví un anuncio en el que buscaban "señorita estudiante de magisterio para trabajar en escuela infantil". Yo me repasé: "Soy una señorita, estudio magisterio, quiero trabajar en escuela infantil". Sí a todo. A por ello.

Me apunté en un papelito el teléfono, creo que pinché otro en el corcho anunciando que vendía los libros de una asignatura o alguno de esos faroles que me saco de la manga de cuando en cuando.
Tuve una semana ajetreada, así que hasta el domingo por la tarde, cuando buscaba algo en los bolsillos del abrigo, no encontré el papelito famoso y no caí en el tema del trabajo. En aquel momento era tan inocente que pensaba que un domingo por la tarde iban a estar allí, en la escuela, esperando a mi llamada.

Pues estaban. La mujer estaba tan interesada en conocerme que me pidió que me entrevistase con ella esa misma tarde. Me acuerdo de que estaba sola, mis padres estaban en el cine (o algo así) y no podía contárselo a nadie para que me aconsejase. Lo que suelo hacer cuando no encuentro a nadie que me aconseje es seguir un poco a mi intuición, así que allá que me fui un domingo a media tarde, a un barrio céntrico de Madrid, lleno de casas señoriales de gente adinerada, y busqué el edificio.

Me pasa a veces que la intuición no es que me falle, pero se desvía un poquillo. En aquel momento no sabía lo que me esperaba allí. Estaba a punto de conocer a Doña Maria Blanca.