"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




lunes, 28 de febrero de 2011

El (maldito) día en que decidí opositar

Desde que me alcanza la memoria, siempre he querido ser maestra. Tuve pequeños coqueteos con la idea de ser bombera (hasta que descubrí que había pruebas físicas) y con la fascinante idea de ser torera, hasta que descubrí de qué iba la historia (por razones que no me explico, cuando era pequeña creía que ser torera era ponerse el traje y pasearse, como una modelo pero con capote; luego descubrí el pequeño detalle de matar al toro y me horroricé), pero la idea de ser maestra siempre estuvo presente.

Creo que esa fue la única motivación que tuve para sacarme la ESO y el Bachillerato, porque mi batalla personal con algunas asignaturas estuvo a punto de truncar mi carrera estelar en unas cuantas ocasiones. Finalmente lo conseguí, aprobé Selectividad como una campeona y me matriculé en Magisterio de Ed. Primaria.

Una vez más, mi motivación personal fue la que me ayudó a sacarme la carrera, porque era absolutamente incomestible. Un conjunto de personas con las mismas ganas de impartir las asignaturas que yo de estudiarlas, se paseaban con relativa frecuencia por las aulas poniendo unas transparencias aquí, mandando unos trabajos allá, poniendo notas (a veces sin criterio alguno) y recibiéndonos en sus lánguidos despachos para escuchar nuestras quejas con los ojos en blanco.
Ese grupo de docentes que nos repetían incesantemente que ser profe "no es recortar y colorear" y que, acto seguido, nos mandaba un trabajo de recortar y colorear, me enseñó poco menos que nada. Sí mucho sobre el estilo de maestra que yo no quería ser y un par de leyes orgánicas que se quedaron por el camino; con semejante panorama, comprenderéis que la motivación debía mantenerse en su punto álgido para que yo me levantase cada mañana al ritmo del politono del despertador.

Por fin terminé la carrera y conseguí titularme, para descubrir acto seguido que tener el título me servía, exactamente, para nada.

Se presentaban dos opciones ante mis ojos miopes:

- Trabajar en un colegio privado, en el que me hiciesen trabajar mil horas por un sueldo nada cera de los mil euros, con un horario más lleno de horas extras que lectivas, aguantando que me dirigiesen madres, padres, directores y directoras y por supuesto, niños y niñas.

- Trabajar en un colegio púbico, con menos medios, menos recursos, menos pasta invertida en infraestructuras, pero mejor pagado (o justamente pagado, a secas), con menos presión y menos respaldo, pero más autonomía.

Desheché la primera opción, no por falta de ganas sino por falta de oportunidades. En los colegios privados que visité no les interesaba un perfil como el mío por varios motivos que no voy a hacer constar aquí por si las moscas. El caso es que el "ya te llamaré" se hizo una constante en sus bocas y yo decidí tomar la otra vía.

El problema es que para acceder a esa otra vía tenía que pasar por un trance duro, largo y maligno en líneas generales: la oposición.

Una oposición es un camino de miles de espinas para llegar a una puñetera rosa. Lo peor de todo es que existe la opción de que jamás nunca llegues a la rosa, pero lo de clavarte las espinas no te lo quita nadie.

La cosa empieza apuntándote a una academia, porque por supuesto, es prácticamente inviable sacar plaza a la primera sin un temario en condiciones y sin una preparación básica, eso es algo sólo al alcance de auténticos maestros yedai. El resto de l@s mortales, pagamos una pasta para que nos enseñen a redactar un buen examen y a defenderlo en público.

La primera opción que barajé fue la de comprarme el temario sin ir a clase, pero luego decidí que, puesta a pagar, una paga todo del tirón y ancha es Castilla. Estuve un año entero yendo cada miércoles a clase, en un zulo sin ventilación alguna ni iluminación, copiando al dictado un montón de temario que nos daba un profesor inepto, machista, retrógrado y gentuza en general. Me estaba dando la sensación de que en lo de rodearse de gente inepta, la rama de la Educación estaba más que completa.

Tan poco convencida estaba de la academia, que a un mes del examen, cambié por completo el temario que estaba estudiando. Trabajaba en ese momento con una chica que también las estaba preparando en otra academia y que tenía un temario bastante clarito, y me decidí a echar los restos estudiándome sus apuntes a última hora.

Las últimas semanas antes del examen, con tal panorama, fueron un caos por completo. Mi vida (tal y como yo la conocía) desapareció, y mis horas pasaron a estar llenas de apuntes, subrayadores, atracones a la nevera y consultas diarias a la página del Ministerio de Educación en busca de ayudas divinas.

El día 24 de junio, a las 10.00, llegó por fin mi momento estelar. Unas cuantas decenas de personas y yo nos juntamos en un aula de un instituto de la periferia madrileña y nos dispusimos a jugarnos el futuro laboral a una sola carta.

El temario constaba de 25 temas, de los cuales se extraían 3 al azar y se elegía uno para realizar el examen. Por estadística pura, podía deshechar dos de los temas y siempre habría uno que me sabría. Desheché los dos que menos me gustaron, ni siquiera los más difíciles, ni los más aburridos, ni los más largos. Fui justa y honrada, joder.
Podréis imaginar, por tanto, el sentimiento que me invadió cuando nos comunicaron que, entre los tres temas escogidos al azar por una mano inocente, estaban los dos que yo me había dejado, por lo que me recé una novena para que, el tema restante, fuese uno que yo me supiera bien.

Quiso el azar que yo me lo supiera bien, efectivamente, tan bien como el resto de las mil personas que escogieron el mismo tema, porque era un título jugoso y de rabiosa actualidad con el que mucha gente vio el cielo abierto. Sabe dios que si me hubieran dado otra opción (de las 23 que me sabía), fuese la que fuese,la hubiese escogido sin dudarlo, pero dios no estaba ese día por la labor de hacerme el camino más fácil.

Hice el tema, el caso práctico (que iba sobre problemas matemáticos, mi gran punto fuerte como todo el mundo sabe) y llegué a la defensa oral, que fue una suma de circunstancias tales como dos miembros del tribunal que se levantaron y se fueron, una a tomarse un café y otra a fumarse un cigarro. No es que me lo invente yo, no, es que lo anunciaron ellas a voz en grito mientras yo trataba de defender mi programación alzando mi voz por encima de las suyas.

Al día siguiente de terminar el examen oral, me cogí un avión a Londres y allí estuve dos semanas, desintoxicándome. Me paseé todo lo que quise y más por Picadilly Circus entre otros, me cogí otro vuelo a Dublín, me mojé con la lluvia Irlandesa todo lo que las nubes decidieron (que fue mucho) y luego volví a Londres, a pasearme por la ciudad hasta que consideré que estaba preparada para volver.

Dos días antes de mi regreso a Madrid, me avisaron de que habían salido las notas, aunque aún no estaban en Internet. La compañera que me llamó no sabía cuándo saldrían publicadas en la web, así que me tuvo dos días enganchada al ordenador del hotel (a 1 euro la media hora) actualizando la página una y otra vez en busca de la ansiada calificación. Cada vez que en la pantalla aparecía "Cargando...Espere", mi ojo derecho comenzaba a latir a 5000 revoluciones por minuto. Cuando llegué a Madrid, aún sin la nota, había perdido la sensibilidad del párpado superior y estaba a punto de arrancarme el ojo entero.

Por avatares de la vida, tardé un par de días más en ver mi nota. Finalmente aprobé, saqué más o menos buena nota, me quedé a 6 décimas de la plaza pero entré en la lista preferente de interin@s.

Desde entonces he pensado, día tras día, en el momento en que pueda volver a presentarme para sacar la plaza fija. He trabajado como interina, he hecho cursos, me he presentado a las habilitaciones, todo lo que hago en mi vida laboral se rige por el rasero "Me sirve para la oposición/No me sirve para la oposición".

Me sigo preparando, sigo estudiando, creo que sé más de lo que sabían muchas personas que en su día sacaron la plaza fija a la primera, y mi vida ha girado en torno a un puñetero puesto de trabajo.

Y ahora el Gobierno decide que no hay dinero para invertirlo en Educación, y que no nos va a dar una oportunidad digna de optar a ese puesto. Primero dijeron que no iban a convocar oposiciones y nos iban a mantener en el mismo puesto en el que estábamos, sin opción a promocionar, pero resulta que se lo han pensado mejor y que sí, que en vez de desconvocarlas las van a sacar a concurso en las condiciones más precarias de la historia, para que en vez de mantenernos en el mismo puesto se puedan quitar a gente del medio y si te he visto no me acuerdo.

Y encima te tienes que dar con un canto en los dientes. Con este panorama, no me extraña que l@s niñ@s pongan cara de espanto cuando les preguntamos que si les gustaría ser profes de mayores.

A veces me pregunto por qué en vez de enseñarme a hacer marionetas, no me enseñaron a serlo, que mejor me hubiera venido.


martes, 22 de febrero de 2011

Bien, como siempre

Es todo un ejercicio de autoevaluación analizar cuántas de las veces que preguntamos a alguien "¿Qué tal estás?":

a) Nos interesa lo más mínimo como está la otra persona.
b) Realmente estamos en disposición de escuchar qué tal está la otra persona.

Sin embargo, es la forma de empezar una conversación. No sé en qué momento de la historia se instauró esta tradición, supongo que en el principio de los tiempos, pero nadie coge el teléfono, o escribe un sms, o saluda a alguien por la calle sin preguntar "¿Qué tal estás?", y la mayoría de las veces ni siquiera somos conscientes de lo que estamos preguntando porque estamos pensando en si la lluvia que está cayendo ensuciará la ropa o si llegaremos a fin de mes con soltura y desahogo.

Es tal la cotidianeidad de esta pregunta como la de las respuestas estipuladas, que suelen ser del tipo:

a) No tan bien como tú.
b) Ahí vamos, tirando.


Con esa cantidad de preguntas y respuestas vacías que hay en nuestro día a día, ha perdido el sentido saber cómo están las demás personas, pero mucho más expresar cómo nos sentimos. Damos por sentado que con la respuesta estandarizada hemos cerrado cualquier resquicio que permita a la otra persona intuir que no estamos pasando por nuestro mejor momento; de hecho, para contar lo felices que somos lo hacemos con cualquiera, pero cuando es al contrario escogemos muy bien a quienes queremos que nos escuchen.

Por eso hay una respuesta estipulada tremendamente común en nuestras conversaciones que sirve para salir del paso con elegancia y soltura. El 90% de las veces que alguien pregunta "¿Qué tal estás?" la respuesta es "Bien, como siempre".

Y nos quedamos tan pichis.


Yo era de las de "Bien, como siempre" de toda la vida. Una es de costumbres fijas, de ducharse por las mañanas en vez de por las noches, de dormir con un pie fuera de la sábana, de apartar el trozo de puerro asqueroso en las lentejas (¿hay algo más asqueroso que el trozo blanquecino de puerro de las lentejas?) y de decir "Bien, como siempre", aunque el día haya sido absolutamente criminal.

De repente, cuando un día me dí cuenta de que no estaba ni "Bien" ni "como siempre", lo dije. No contaba mi vida, simplemente si alguien me preguntaba cómo estaba y no era mi mejor día, yo contestaba la verdad. "Cansada", "Triste", "Agobiada", "Estresada", o simplemente "Jodida".

Y resulta que la gente me empezó a escuchar. No quiere decir que antes no lo hicieran, sólo que esta vez no me oían, esta vez me escuchaban.

Y empecé a descubrir a personas de "Bien, como siempre" que tampoco estaban siempre "Bien" ni estaban siempre "como siempre" (valga la redundancia), y me ví compartiendo mis preocupaciones con propios y ajenos, y me ví escuchando a otras personas con problemas como los míos, y dándoles sentido, y sientiendo que no estamos solos, que al fin y al cabo el ser humano tiene puntos de conexión que no fallan, y que oiga, las penas con rumba son menos penas, morena.

El día en el que descubrí que iba a cambiar mi discurso fue una lluviosa mañana de septiembre, en la que mi vida hacía equilibrios entre la estabilidad más fugaz y la completa debacle, inclinándose con cierto entusiasmo hacia la completa debacle.

Me costó un triunfo sobrehumano levantarme de la cama, y cuando lo hice, mi padre me llamó para requerir mi ayuda en una tarea tan encantadora como ayudarle cambiar la ropa de verano por la de invierno, o algo así.

Vino a buscarme en su coche y, cuando íbamos de camino hacia el trastero (somos gente moderna que tiene un trastero en casa y otro en otro lugar), me debió de ver seria y me preguntó:

- ¿Te pasa algo? ¿Te encuentras mal?

Yo contesté:

- No papá, no estoy mala, sólo tengo un mal día. ¿Tú nunca tienes malos días?

Y él, asombrado, contestó:

- Yo sí, pero tú no.


Ese es el fruto que recoge una por estar siempre con la sonrisa tatuada en la cara, hasta cuando no apetece.

Por eso ahora me permito tener un mal día, poner cara de acelga, y dejarme llevar a la espera de que pase pronto y vuelva a salir el sol; con el sol, siempre nacen cosas nuevas.

Os invito a hacer lo mismo, y ya no hará falta que digáis "Bien, como siempre", porque realmente lo estaréis. Espero vuestros resultados...








PD: Toda esta reflexión, que parece que se me ha ocurrido esta mañana con el café y el panecillo, es en realidad fruto de varias tardes de diván con mi amiga P. (siendo con ella, eran tardes muy cabareteras), otra de las abonadas al "Bien, como siempre" hasta los restos. Me encanta que ya no conteste siempre lo mismo cuando la pregunto que qué tal está. Estaremos creciendo...

sábado, 19 de febrero de 2011

Ni una lágrima

Ayer mientras la cotidianidad de nuestras vidas se sucedía como cada día, una niña de 3 años corría feliz en el patio.

No se sabe por qué, pero le apetecía correr. No jugaba a nada concreto, no perseguía a nadie, no tenía prisa por llegar a ningún sitio, sólo quería que el viento le diese en la cara y soltar un poco la energía que había acumulado haciendo la letra "a" y el número "6" durante todo el día.

La niña corría feliz gritando, riendo, chocando a veces con otros niños y niñas, cambiando el sentido de su rumbo, variando la velocidad, saltando los obstáculos que encontraba a su camino.

La niña disfrutaba de su rato de dispersión cuando algo truncó su felicidad: una piedra en el camino que no vió, su pie que continuó por inercia con su pequeña zancada, el peso de su cuerpo, breve todavía pero suficientemente contundente, sus manos, que intentaban frenar el golpe pero que no llegaron a tiempo y su cara, que aterrizó contra el suelo antes de que nada ni nadie puedise evitarlo.

La mala suerte y el azar (a partes iguales) quisieron que fuese la cara de la pequeña la que actuase como escudo para el resto del cuerpo. Terminó de caer con el agravante de que fue finalmente su boca la que encontró el suelo en primera instancia, e incapaz de resistir semejante golpe, se malhirió de la peor de las maneras.

Si hay algo que a un padre o madre del mundo le da infinita rabia es una cicatriz en la cara de su pequeñ@. Hay cicatrices que importan menos, pero las de la cara son una faena, porque se quedan para siempre y luego de mayor deslucen bastante, aunque yo opino que las heridas de guerra en la cara son garantía de que nunca te vas a quedar sin conversación con nadie, porque siempre habrá alguien que rompa el silencio incómodo diciendo:

- ¿Y cómo te hiciste la cicatriz?


La protagonista de nuestra historia tuvo la mala fortuna de partirse el labio. La verdad es que esas bocas tan perfectas, tan pequeñas, todavía tan inocentes, que de repente aparecen con un corte que las divide en dos, dan una pena infinita.

La niña empezó a sangrar y las profesoras que la estaban cuidando se empezaron a marear, debo decir en defensa de estas últimas que la herida era altamente desgradable y escandalosa a la par.

Quiso el azar que en ese momento yo andase buscando a alguien y me diera de bruces con tan dolorosa situación. La profesora había cogido a la niña en brazos y le cantaba una canción al oído con tanta dulzura que tod@s l@s presentes miraban con infinita ternura la escena.

Lo de curarle la herida era la parte menos tierna, menos dulce y menos agradable, y para esas cosas estoy yo, que gracias a los dioses, no tengo aprensión ninguna con la sangre, ni con las heridas, ni con nada en general, salvo con los vómitos, que me pueden. Para todo lo demás, Mastercard.

Mientras le ponía un punto de aproximación a la niña para evitar que se le abriese más la herida, me fijé en que apenas había llorado. No hubo escenas, gritos, llantos lastimeros ni llamadas a mamá. La pobre estaba aguantando el tirón sin manifestarlo siquiera.

- ¿Sabes qué? - le dije mientras le limpiaba la herida - Si te apetece, puedes llorar, no pasa nada. Yo me caigo muchas veces y casi siempre lloro, a veces me ayuda a que no me duelan tanto las heridas.

- Es que yo soy muy valiente, por eso no lloro - contestó ella, y giró la cara para acurrucarse en brazos de su profesora.


Y yo me pregunto si tenemos del todo claro qué respuesta queremos de nuestros alumnos y alumnas, hijos, hijas, sobrinos, primas y demás niños y niñas del mundo. Si les estamos educando para superar la adversidad o si queremos construir máquinas que ni siquiera se permiten llorar cuando se acaban de partir un labio porque "tienen que ser valientes". Si ser valiente significa afrontar las dificultades sin llorar o ser valiente significa luchar por lo que se quiere, opinar sin miedo a la represión, pelear por lo que creemos justo.

Como decía la canción, "los chicos no lloran". Ahora ni los chicos, ni las chicas, ya no se estila llorar.

Lo que me da miedo es que, de tanto contener las lágrimas, se desborde el río por dentro. Quien no busca consuelo, tiene complicado encontrarlo.

Luego nos preguntaremos en qué momento se nos torcieron l@s niñ@s...

miércoles, 16 de febrero de 2011

La maestra a la que no le gustaban los niños

Cuando estaba en 2º de carrera, hice las prácticas en un cole bastante majete con otras 4 compañeras, de las cuales 3 estábamos en el mismo curso y la otra estaba en 3º, a punto de finalizar la carrera. Todas estudiaban Ed. Infantil (Magisterio, se entiende, porque estar cursando Infantil en el cole con veintitantos es para preocuparse) y yo en Ed. Primaria.

Mientras estábamos de prácticas, surgió una reunión imprevista en horario escolar y l@s profes nos ofrecieron la posibilidad de quedarnos al frente de nuestras respectivas clases durante una tarde. Hay gente a la que le causa pavor quedarse tan pronto sola en una clase, para mí era la oportunidad más genial que me podían dar en ese momento. En gustos no hay nada escrito, está claro.

Comimos en el comedor y luego nos subimos a la clase. Yo entraba media hora más tarde por ser de Primaria (en Primaria se come más tarde), así que cuando ellas se fueron a sus clases a mí me quedaba un ratito libre y me fui a dar una vuelta por el cole. Cuando volvía hacia mi clase pasé por la puerta de las clases de Infantil y allí me encontré a mi compañera la que estaba terminando la carrera, sentada en la puerta llorando.

Cuando la ví salí corriendo pensando que pasaba algo grave. Desde el cristal de la puerta se veía la locura padre dentro de la clase: niños y niñas de 4 años saltando por las mesas, corriendo, lanzándose lápices a la cabeza y comiéndose las tizas; mientras tanto, mi compañera seguía llorando amargamente en la puerta.

- ¿Qué te pasa? - le pregunté alarmada.

- Que no me atrevo a entrar - contestó entre lágrimas.

- ¡Pero están como locos! - decía yo alucinada.

- Lo sé, pero es que me da miedo - decía ella, y volvía a llorar.

- ¿Cómo que te da miedo?

- Es que es la hora de los cuentos, y me da miedo contar un cuento a niñ@s tan pequeñ@s. Me imponen mucho...



A mí me dejó flipada. Abrí la puerta, intenté cruzar la clase entre la locura y poco a poco, con un par de voces altas y un par de palmadas, conseguí que se relajaran un poco. Cuando conseguí (15 minutos después) que se sentaran en el puñetero círculo, les dí unas pinturas y unos folios para pintar, para hacer tiempo hasta encontrar la solución. Yo tenía que volverme a mi clase y no podía quedarme allí resolviéndole la papeleta a la chica. Más tarde me enteré de que dejó la carrera después de ese episodio.


Aquel día creí que jamás volvería a ver algo semejante, y lo creí firmemente hasta ayer.

Otro de mis cometidos en el cole es coordinar el Practicum. Gestiono y coordino todos los períodos de prácticas de todos los alumnos y alumnas que vienen al centro, que este año son 7, ni más ni menos.

Hace como 3 semanas entró una chica de unos 30 años que, en la entrevista inicial, me dijo que era abogada del estado (nada menos) y que estaba estudiando la carrera de Magisterio porque tenía una hija de 3 años y quería atenderla de la manera más completa y profesional posible.

De por sí es bastante extraño que una persona estudie una carrera para hacer algo que no necesita una formación académica específica, es el mismo caso que si yo estudio Medicina y me especializo en Urología sólo para mear con conocimiento de causa.

No obstante no quise judgarla y le adjudiqué una clase de primer ciclo, concretamente la de los niños y niñas de 2 años. Me pareció una buena oportunidad para ella porque normalmente en los coles no hay primer ciclo, es decir, que l@s niñ@s entran al cole por primera vez con 3 años. Al tener en nuestro centro clases de 1 y 2 años, procuro darle a la gente de prácticas la oportunidad de aprender a desenvolverse con estos peques, que requieren una atención muy particular básicamente porque no hablan, necesitan un montón de amor extra (el apego a las mamás y los papás es difícil de suplir) y para qué negarlo, cambiar 20 pañales en media hora es todo un reto difícil de asumir.

Ayer se planta la susodicha en mi despacho. Cuando digo "se planta" quiero decir que ni llama, ni avisa, ni pide permiso. Ella entra porque es la Reina de Saba y hace y dice lo que le place, que para eso es abogada del estado y se lo puede permitir.

Se planta y me dice que quiere hablar conmigo. Cuando le ofrezco una silla y se sienta, me dice que siente que está "estancada" en las prácticas. Que los niños y niñas de su clase no leen, ni escriben, ni nada, y que ella para pintar y colorear, hacer plastilina, pinchitos, jugar y cantar, que ya tiene a su hija. Que ella quiere "aprender".

Le pido que por favor me recuerde la carrera que está estudiando. "Magisterio de Infantil", contesta, mirándome con cara rara porque piensa que se me ha ido la olla. Le pregunto que si sabe a qué se dedican los maestros y maestras de Infantil. Me vuelve a mirar con cara rara. Me dice que sí, que lo sabe, pero que el problema es que a ella no le gustan los niños tan pequeños.

Cuando una persona que se va a dedicar a cuidar y educar a niños y niñas de menos de 5 años te confiesa que no le gustan, ¿qué puedes hacer? Lo primero es llevarte las manos a la cabeza y llorar amargamente de pensar que siga quedando gente que engrose las listas de nuestro sistema educativo ya no con falta de voacación, sino con aversión confesa a la profesión.

Lo segundo es suspenderle las prácticas, claro. Aunque suene chungo, esa tía no da clase porque yo se lo haya facilitado, desde luego. Lo logrará porque empollará y sacará buenas notas, y así funcionamos en este país, pero no por mi colaboración, ya te lo digo.

Y lo tercero tratar de disuadirla de que termine con una carrera profesional desastrosa antes incluso de que empiece, pero sabiendo que eso no terminará así, y que esta personaja acabará la carrera, conseguirá trabajo en cualquier colegio de barrio bien de la periferia y contará en la sobremesa de la comida del domingo lo buena profesora que es y lo generosa que se supone alguien que, siendo abogada del estado (una profesión tan valorada, importante y remunerada), deja su cómoda vida de despacho para pasar al tedioso mundo de los mocos y los pañales, porque eso es todo lo que ella entiende que es el colegio.

Y mientras tanto, miles de maestros y maestras engrosan las listas del paro deseando tener una oportunidad.

Y yo no sé si reírme o llorar, la verdad.

Por lo pronto confío en que sea buena abogada para cubrir adecuadamente las necesidades legales de los ciudadanos y ciudadanas, porque como tenga que cubrir las necesidades educativas de sus hijos, estamos jodidos.









PD: Mientras inserto la imagen que ilustra este post, se me apaga el ordenador y entro en crisis existencial pensando que he perdido la entrada. Gracias a los dioses, Blogger tiene un sistema que guarda automáticamente la entrada mientras la escribes. Bendito seas por siempre, sistema recuperador de entradas. Me has ahorrado una parada cardíaca innecesaria...

lunes, 14 de febrero de 2011

Un día negro

Esta mañana me he levantado 45 minutos antes de la hora normal, lo cual ha sido un trago teniendo en cuenta que anoche me acosté tarde, pero en fin, eso es mi responsabilidad, lo sé.

No sé para qué me levanto antes, si por norma, los lunes llego siempre a la misma hora (osea, tarde). La regla de tres es perfectamente proporcional: cuantos antes salgo de casa, más atasco pillo y más tarde llego. Lo peor es que si salgo tarde también llego tarde, porque aunque el trayecto es más corto no me da tiempo a llegar a la hora. Total, que los lunes siempre llego tarde y no hay forma de remediarlo.

Cuando llego al cole tengo reunión de Coordinación, y teniendo en cuenta que siempre llego tarde, retraso por sistema el inicio de la reunión. Seguro que cualquier otro día la gente tendría menos inconveniente, pero un lunes por la mañana, en el que la gente se ha levantado con esfuerzo y sudor para llegar a la reunión y tiene que esperarme a mí porque vivo en la otra punta de Madrid, noto ciertos detalles de odio, desde miradas malignas hasta mi taza de café sospechosamente vacía mientras las del resto humean llenas de café, leche, colacao o té, depende de la delicadeza de la persona que lo ingiere.

Después de la reunión, a la que por supuesto llego con el corazón en la boca (lo cual no es difícil, porque todo el mundo sabe que tengo la misma forma física que un imperdible, y en cuando doy cuatro pasos un poco rápidos me agoto como si fuese una señora de 70 años), comienza un no parar de cosas que todo el mundo me quiere contar, dar, explicar y pedir, y me arrepiento varias veces de los momentos en los que el viernes anterior dije: "El lunes hablamos".

Hoy he salido del cole y me he ido a comer a casa de mi abuelita, a lo Caperucita (pero sin cesta con queso y miel, mi abuela es más de patatas fritas y cerveza) y luego he salido volando hacia las clases particulares, porque por si me sobraba tiempo, los lunes y miércoles doy clases particulares a una chavala que es encantadora, pero que a veces tiene el día perro y no hay quien haga nada con ella.

Hoy era uno de esos días: yo le preguntaba que cuánto eran 2 más 2 y ella me contestaba que si quieres arroz, Catalina. Por más que yo intentaba encontrarle un sentido a los hectolitros, decalitros, litros y otras medidas de capacidad, ella se pasaba los mililitros por el forro y dibujaba corazoncitos porque hoy es el día de San Valentín. A veces me dan ganas de dejar de creer en la infancia para siempre.

Al salir de las clases particulares (me he ido antes de asesinarla con mis propias manos), me he lanzado al coche, porque por fin me habían dado cita en la acupuntora. La acupuntora es una especie de diosa con forma humana que dice que puede quitarme la alergia. Adelante, creo en tí. Si alguien puede quitarme esta odiosa reacción que me hincha los ojos, me llena la nariz de mocos y me roba el aire de los pulmones cada vez que perros, gatos, ácaros, pólenes, alimentos varios y otros entes se cruzan en mi camino, voy a por esa persona al fin del mundo.

La clínica estaba concretamente donde da la vuelta el aire, y lo digo en el sentido más objetivo de la expresión, porque a parte de estar a tomar por culo, hacía un frío que ni en la sierra.

He tardado aproximadamente 45 minutos en llegar, y todo ello después de de perderme incontables veces por autopistas, autovías, carreteras secundarias y poblados varios. Si todo el camino que he hecho dando vueltas lo hubiese hecho en línea recta, habría llegado a Andalucía y me hubiese dado un baño en el mar.

Finalmente. y al borde de la esquizofrenia, he conseguido llegar a la clínica, todo el esfuerzo para hundirme en la miseria con una sola frase: "La acupuntora está enferma".

Me han dado ganas de asesinar otra vez, en serio. Encima abro el correo, y me encuentro un mail de esos en cadena en los que en el asunto pone "CUIDADO, PELIGRO, ALGO HORRIBLE ESTÁ PASANDO" y que me cuenta la historia de un amable ciudadano anónimo que fue a ayudar a una viejecilla a cruzar un paso de peatones y la viejecilla le envenenó para robarle los órganos. Voy a redactar yo un correo de esos avisando de los riesgos de vivir en una ciudad: gente, atascos, horarios, contaminación, precios altos, ruido, basura. Eso sí es algo horrible que está pasando y ningún mail en cadena te lo advierte.

Después de toda la locura, he querido gritar, llorar, patalear y cagarme en todo lo cagable por todo el cúmulo de desafortunados incidentes, y sin embargo me he dado la vuelta, me he montado en el coche, me he fumado un cigarro, me he vuelto a casa y he decidido contártelo.

En fin, lo que se dice un día negro.



Mañana será mejor (espero).




miércoles, 9 de febrero de 2011

Mis cejas de leopardo

En todo momento de la vida de alguien hay episodios lamentables, ridículos apoteósicos y meteduras de pata espectaculares que hacen las delicias de mayores y pequeños en las sobremesas de los domingos o en los postres de las reuniones familiares.

En mi vida ha habido grandes momentos de los que son dignos de entrar en esa clasificación, uno de ellos ya te lo conté en el post "Cómo ir a la nieve (y no morir en el intento)" (si quieres volver a leerlo, pincha aquí) y hay otros miles, como cuando hicimos botellón a los 14 años al lado de un coche y de repente arrancó, dió las luces, me cegó, y eran mis padres, o aquel momento en el que eché un duelo intenso con el quesero de mi pueblo a ver quién se sabía más letras de coplas, le gané y se enfadó tanto como para no venderme el queso que le estaba comprando, o ese momentazo en el que al ver una foto en casa de mi prima le dije "¿quién es esa hortera con el pelo rojo?" y me contestó "mi suegra" con cara de circunstancias, porque su novio (e hijo de la susodicha) estaba detrás. Son los tres primeros que me vienen a la cabeza, pero hay miles.

Hoy me estaba acordando de uno de los grandes momentos estelares de mi vida, que mi hermana llama "cejas+andina" y yo llamo "mis cejas de leopardo". En tu honor, Litel, va el remember de aquel momento.

Tenía yo unos 12 años, más o menos. Hoy en día, con 12 años te has fumado ya un par de porros y acabas de dejar a tu cuarta pareja formal, pero a mis 12 años yo me acababa de pedir el último muñeco que me pediría jamás a los Reyes, y era bastante feliz, aunque ya suspendía matemáticas.

Mis padres habían salido a cenar por ahí y me habían dejado a cargo de mi hermana de 7 años, que era bastante odiosa en aquella época y me las hacía pasar bastante canutas. Ahora que reflexiono, me extraña que me dejasen sola con semejante monstruo, pero en mis recuerdos de aquella noche no aparece nadie adulto, y si así hubiese sido seguramente esta historia jamás hubiera acontecido y yo ahora estaría hablando del Euríbor o cualquier tema relativo que me apasiona enormemente.

Mi hermana se había acostado y yo estaba dormitando en el sofá, cuando ya pasadas las 12 me desperté y medio a tientas me fui al baño a hacer pis antes de meterme definitivamente en la cama.

El baño de mis padres, que me pillaba fenomenal porque está enfrente de mi habitación, tiene un peligro, y es que el váter está enfrente de un espejo, por lo que una puede pasar las horas muertas mirándose en el espejo embobada, no por espectacular, sino porque mirarse al espejo de cerca es un entretenimiento gratuito que cubre facilmente un par de horas tontas de ocio sin utilizar. Siempre te encuentras un pelito, un granito o sabe dios qué, pero siempre hay algo que te entretiene un rato más que suficiente.

Mientras miccionaba, me miraba al espejo medio adormilada cuando decidí abiertamente que mis cejas eran demasiado anchas. Esto era una verdad objetiva, mi padre me dejó en herencia las clásicas cejas de la familia, pobladas, oscuras y anchas en general. En los hombres quedan bastante varoniles, y en las mujeres también, qué le vamos a hacer, así que aquello me frustraba bastante. En aquel estado de duermevela en el que estaba tuve de repente una idea lúcida, y decidí decolorarme la parte inferior, la que a mi juicio sobraba, y dejarme unas cejitas finas al estilo Lady Di en sus mejores tiempos. Todo estaba pensado, no se iban a notar nada un par de pelillos rubios, seguro.

Para quien no lo sepa, la crema decolorante es una mezcla formada por una crema cualquiera y un componente similar al amoniaco que se aplica en el vello a decolorar y se deja actuar unos minutos para conseguir el efecto deseado. En ese tiempo en el que la crema está actuando, el pelo se decolora progresivamente hasta "quemarse" (o algo así) y volverse compleamente rubio.

Decidida y sin pensármelo, hice la mezcla con los componentes que tenía mi madre y apliqué la crema en las cejas como dios manda, pero a mitad del proceso me aburrí del sueño que tenía, me lavé la cara y con los ojos medio cerrados me fui a dormir.

A la mañana siguiente, me levanté como si nada y me dirigí con los ojos aún medio cerrados a la cocina, dispuesta a dejarme cebar por mi madre, que nos preparaba unos desayunos que ríete tú del anuncio de Nocilla y su "desayuno de campeones". Entré en la cocina y encontré a mi madre calentando la leche y haciendo las tostadas.

- Buenos días, mamá- saludé al entrar.

- Buenos días, hi...

No pudo decir "...ja". Cuando se dio la vuelta y me vió, se le cayeron al suelo las tazas que llevaba en la mano, y ahogando un grito, se llevó las manos a la cara. Cuando consiguió volver en sí (minutos después), vociferó:

- ¿¿¿¡¡¡PERO QUÉ TE HAS HECHO!!!???

Desconcertada, la miré sin entender lo que me decía. Me toqué la cara, todo parecía estar en su sitio, así que como no hilaba, me fui al baño a mirarme al espejo. El espectáculo era dantesco.

Mis cejas aparecían con un estampado al estilo piel de leopardo, porque, al haberla retirado antes de tiempo, la crema decolorante había hecho su efecto en algunas partes sí y en otras no, y en las que había hecho efecto lo había hecho a diferentes niveles. Pelos negros, naranjas, rojos y amarillos poblaban mi cara ante mi estupor personal y el disgusto de mi madre.

La mama me echó una bronca digna de ser recordada por coger la crema sin permiso, porque si el amoníaco te cae en los ojos la cosa se pone cruda, y yo me lo había restregado por donde me había apetecido. En lo de que con esas cejas parecía una mezcla entre Sinead O´Connor y Paco Clavel no se metió mucho, porque debió pensar que bastante duro era ya tener esas cejas como para hacer sangre del asunto.

Sin perder tiempo, se bajó al súper, me compró un tinte de mi color y, por segunda vez en el mismo día, me tiñó las cejas una vez más, dejándomelas casi como al inicio.

Mi transición de normal a punki y de nuevo a normal duró poco, pero ahí estuvo.

Una, que es transgresora.




lunes, 7 de febrero de 2011

El ataque de la iguana

Era un sábado como otro cualquiera en mi vida, con una pequeña diferencia: iba a entar al garaje por la rampa.

Al garaje de mi casa se puede acceder desde dentro del edificio por medio del montacargas (como ya sabrás si leíste mi post de lo duro que es vivir en comunidad, si quieres releerlo pincha aquí), y se sale por una rampa de doble sentido, por supuesto llena de columnas y desniveles para que la subida/bajada tenga emoción.
Lo suyo es entrar desde dentro del edificio, pero a veces, cuando bajo a comprar tabaco o a la compra, luego me da pereza entrar en casa otra vez y coger el ascensor (lo cual tiene delito porque el estanco y el supermercado están a 50 cm y 100m respectivamente de la puerta de mi casa), así que entro por la rampa, aún a riesgo de morir doblemente atropellada por los coches que entran y salen. Así soy yo, una amante de las emociones fuertes.

Como decía, estaba yo en uno de esos días perros en los que quería entrar al garaje por la rampa, y cuando estaba bajando me quedé completamente paralizada: una iguana me miraba fijamente desde la mitad de la rampa, interfiriendo claramente en el ángulo que yo tenía que atravesar para entrar a por el coche.

La moda esta de tener animales exóticos me pone de los nervios. De por sí soy una gran detractora de tener animales en casa, pero tener reptiles tropicales en pleno centro de una ciudad ya me parece el colmo para las pobres criaturas.
Mis vecin@s tienen varios "animalitos" de este tipo, y yo procuro no pensarlo porque, aunque no soy miedosa (con los animales digo), no quiero imaginarme que un día voy a coger el ascensor y me encuentro a uno de esos encantadores seres vivos esperando para bajar al portal con el primero que llegue.

Se deduce de esta reflexión que cuando vi la iguana en medio de la rampa, la poca serenidad que tengo se esfumó como lágrimas en la lluvia. Me quedé en el sitio sopesando varias variables: "¿atacan las iguanas? ¿serán como un perro, que si le tiro un cacho de carne se distrae y me permite pasar? ¿de dónde saco yo ahora medio filete? ¿de hecho, comen carne las iguanas? ¿podré sobrevivir sin coche? ¿encontraré a mi vecino para que me la quite del medio? ¿y si paso haciendo como que no la he visto y ya?".

Con tanta duda existencial, mi cabeza funcionaba a toda velocidad, así que actué como cualquier persona cuerda lo haría en esa situación: le tiré un palo.

No es que yo quisiera agredir a la iguana, ojo, pero quería saber si tirándole palitos se movería y conseguiría desplazarla hasta un lugar suficientemente alejado de la puerta para luego yo salir por patas y no darle opciones. Nada. La tía ni se inmutó con ese palito, ni con los 10 o 12 que le tiré después. Parecía no querer moverse y me miraba desafiante como diciendo: "pasas por aquí como yo me llamo Iguana, o no coges el coche, tú misma".

Mi desesperación crecía, porque ya llegaba tarde. Intenté buscar la ayuda comprensiva de un viandante cualquiera, pero los viandantes cualesquiera en esos momentos estaban muy ocupad@s en sus quehaceres cotidianos y no me prestaban atención ninguna.
Sopesé la idea de entrar por el portal, pero al salir iba a estar la iguana exactamente en el mismo sitio, y si bien no era de mi agrado, no quería verme en la tesitura de pasarle por encima con el coche.

Estuve un buen rato intentando acercarme, alejándome, tirando palitos, ramas, hojas, y todo lo que ví por allí y que no le fuera a hacer daño, pero la tía seguía impasible.

"Esto tiene que terminar", me dije a mí misma cuando llevaba media hora trazando un plan que no terminaba de salir, y armada con otro palo más grande, decidí acercarme a ella sigilosamente para tantearla de cerca.

Cuando estaba casi a su lado, oí una risita. "Mierda", pensé, "alguien me está viendo". Si hay algo peor que hacer el ridículo, es hacerlo y que te estén observando. Miré a todos lados, pero no vi a nadie, y seguí con mi plan de acercarme al reptil que me estaba descompensando emocionalmente.

Otra risita. Y otra. Y varias más. Cuando levanté la vista, ví a un señor de unoss 40 años con un niño de unos 8 que me miraban alucinados. El señor mandó callar la risa infantil, se me acercó y me dijo:

- Que al niño se le ha caído el bicho ese en la rampa y veníamos a buscarlo, pero como te veíamos parada en medio con ese palo, estábamos esperando a que te quitases para sacar el coche. Lo bien que hacen los muñecos estos, ¿eh?

Y cogió la iguana por la cabeza para dársela al niño cabrón que se reía a mis espaldas.

Un triste muñeco de plástico. En mi cabezonería por no acercarme, jamás pensé que fuera a ser de mentira, pero lo era. La iguana era de mentira y yo soy gilipollas, pensé en ese momento.

El sentimiento de ser imbécil me duró bastantes meses, de hecho creo que lo sigo teniendo. Los niños a veces son odiosos, las cosas como son, pero también es verdad que nos perdemos un montón de cosas por no acercarnos a verlas antes de intentar resolverlas desde la distancia.

De todo se puede sacar una reflexión, desde luego.

Qué filosófica estoy.


jueves, 3 de febrero de 2011

La escuela mata

Cuando llegan estas fechas tan señaladas (como diría el Rey), las editoriales empiezan a fundir a los coles con miles de propuestas apasionantes para conseguir que compremos su material para los próximos cursos. Esta carrera de fondo es la de "marica el último", y como en el amor y en la guerra, todo vale. Hoy ha venido un representante de una editorial que me ha prometido que si le compramos su material, nos regala ordenadores, pizarras digitales, mobiliario e incluso un olivo para el cole, que es un árbol bastante caro que pocos coles se ponen a plantar.

Después de chuparme con entereza cuadernos, cuadernillos, fichas, libros, pegatinas y otras mil cosas más, y aguantar estóicamente toda la chapa pedagógica que me suelta cada persona que viene de cada editorial, me encierro en el despacho y me miro, me remiro, analizo y comparo todos y cada unos de los miles de puñeteros cuadernillos que me traen.

Hoy estaba mirando un método a mi juicio bastante chulo. El material estaba bastante bien, era atractivo, estimulante y los temas que trataba me han parecido muy adecuados. De por sí me da bastante rabia tener que escoger material para niñ@s de Infantil, así que al menos que sea chulo.

Yo estaba casi convencida de quedármelo, cuando se lo he enseñado a mi compañera. Tiene que haber consenso entre las dos para elegirlo, yo opino en cuanto a referencias pedagógicas y metodológicas y ella en cuanto a contenido, y no le ha gustado porque era "poco completo". Al decir eso, se refería a que lo que trabajan l@s niñ@s con ese material es menos avanzado que lo que están trabajando ahora.

Total, que o mucho me lo curro, o vamos a terminar por deshecharlo definitivamente.

Sinceramente, esto me da terror. No es que me de terror que nos vayamos a quedar sin ordenadores, ni pizarra digital ni olivo, que tal y como está el patio, un poco sí me da.
Me aterra que les estemos metiendo a capón un montón de conocimientos de mates o lengua a niños y niñas de menos de 5 años y les estemos arrancando lo mejor de sus vidas, que es la infancia más primitiva.

En mi opinión, el fin más amplio de la etapa de Infantil debería de ser la de desarrollarse personalmente y socializarse. Aprovechando que entre los 0 y los 6 años se aprende lo más importante de toda la vida, vale, acepto que se les enseñen algunos contenidos, pero por dios, que no se nos olvide que son peques, que tienen que jugar, cantar, bailar, pintar, modelar, caerse, levantarse, revolcarse por el suelo, gritar, llorar y otros miles de cosas antes de aprenderse todos los números o las letras del abecedario.

La escuela mata. Mata la creatividad, la espontaneidad, la frescura. Al menos la escuela tal y como la tenemos planteada, obviamente, porque la institución en sí podría tener otros fines mucho más productivos.

Me pasaban un correo con un vídeo (si quieres verlo, pincha aquí) en el que Ken Robinson, un profesor de universidad experto en creatividad decía en unas jornadas acerca de este tema en 2006, que según la UNESCO, en los próximos 20 años, se van a titular más personas que en toda la historia de la humanidad. Que hoy en día tener un título es tan válido como no tenerlo, no te garantiza nada, ni te proporciona un futuro mejor. Simplemente acredita que has pasado unos años de tu vida intentando meterte en la cabeza unos cuantos contenidos, y poco más.

El mundo está plagado de gente con titulación.

El mundo está escaso, sin embargo, de gente con iniciativa, con creatividad, con motivación, que disfrute de lo que hace en la vida. En el mundo falta gente que adore pintar, cantar, bailar, jugar, VIVIR.

La escuela mata. La escuela SE mata.

A ver si podemos revivirla...