"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




miércoles, 11 de julio de 2012

La semana en la que fui Chiquito de la Calzada

Objetivamente, odio las Escuelas de verano de los coles. Nótese que no aludo a los Campamentos de verano, que oye, tienen sus excursiones, sus salidas, sus juegos interminables y sus días de piscina, bocata y solete, pero las Escuelas de verano son otro tema (y esta vez la expresión "tema del que quema" es completamente objetiva, porque con estas temperaturas cualquiera pisa el suelo sin zapatos) porque aunque tienen cosas guays transcurren en el cole y hay "clase", y eso, objetivamente, es un rollo repollo, como diría Manolito Gafotas.

En mi cole, ¡cómo no!, montamos Escuela de verano en un intento desesperado de que terminen de cuadrar las cuentas, que no se sabe por qué, en las empresas dedicadas a educación jamás cuadran. Yo pregunto si ésto no será una falta de previsión, porque en septiembre diseñamos un presupuesto inicial y luego siempre sobrepasamos el gasto previsto, pero nada, para eso están las jefas y jefes, para decirte que te calles la boca que tú no entiendes de números, que todo eso es "mucho más complicado de lo que parece". No sé si piensan que currar el mes de julio en algún momento me ha parecido "descomplicado", pero en fin, para qué discutir.

Nuestra Escuela de Verano no dura 1, ni 2, ni 3, ni 4, sino hasta 5 semanas. Si trabajar en un cole ya es a veces una tortura porque no puedes disfrutar con l@s peques de muchas cosas, imagínese el respetable lo que ocurre cuando un 15 de julio a las 12 de la mañana se escucha a mil niños y niñas chapotear en la piscina mientras a medio metro tú intentas cuadrar ese presupuesto del año que viene que ya sabes que jamás cuadrará. A mí se me pierde la vista entre los matorrales y me quedo parada, con la esperanza de que me llegue alguna gota de agua de la piscina, pero lo único que llega es este calor de locura, que entre la temperatura y los matorrales mi despacho parece Cayo Paloma (salvando las distancias, claro).

Así que hace una semana, decidí romper moldes y marcharme a la piscina con un grupo de peques de 3 y 4 años. La experiencia en sí ya se podría calificar de "deporte de riesgo", porque sólo el camino hasta allí es como una maratón que me río yo de las olimpiadas. Luego, cuando por fin consiguen llegar, al borde del coma, tienes que quitar camiseta por camiseta, pantalón por pantalón, vestiditos infernales (desde aquí una petición: JAMÁS pongáis a vuestras hijas vestidos cruzados o con mis corchetes, e incluso bodies para ir al cole o a un campamento, tened piedad de sus monitores y monitoras) y todos esos zapatitos y chanclitas de la muerte que acto seguido se desparejan y ya no hay quien vuelva a poner orden.

Después se vigila que esas 40 espaldas diminutas tengan crema, piernecillas y bracitos incluídos y después se ponen en esos bracitos los correspondientes manguitos, burbujas, tablas y un sinfín de gilipolleces más que inventan para que las criaturas floten en vez de enseñarles a nadar para que disfruten.

Cuando por fin conseguimos terminar (y ya lo hacemos en un tiempo récord, a alguno he estado a punto de arrancarle las orejas por sacarle la camiseta a toda velocidad) yo, literalmente, OBLIGO a todos los niños y niñas a bañarse, porque después del operativo y con este sol la gracia sería que encima no se metiesen. Mi criterio es mojarse, al menos, los tobillos, así que me paso la vida pintando rayitas y florecitas en tobillos pequeños que a la vuelta tienen que haber desaparecido por efecto de disolución en el cloro.

Pues aún con todo había dos niños que no querían meterse. El primero era un pijo de libro que no quiere mojarse el bañador porque le gusta el color que tiene cuando está seco. A estos les meto yo en el agua por las piernas y sin contemplaciones, pero es que le quiero tanto a pesar de todo que algunos días me meto con él.

El otro era un niño nuevo que el día antes de venir se cayó a la piscina en un descuido de sus padres y desde entonces ni ellos le han vuelto a meter ni él ha querido volver a intentarlo. Una suma de chorradas que al final acaban en un trauma infantil de cojones que el niño pagará dentro de 20 años de su bolsillo en sesiones interminables de psicoterapia, cuando eso se lo quitamos nosotras en medio minuto ahora mismo. El tiempo corre en nuestra contra.

Así que ahí tenías a los dos chulopiscinas sentados en sus toallas de Spiderman mirándome desafiantes. Uno decía que "estaba reposando" y que no se metía. Luego pasó a decir que "estaba un poco pachucho" y a la tercera me dijo claramente "que me dejes en paz de una vez, hombreya". El otro sólo lloraba y temblaba como un flan cuando le propuse un bañito en paz. Su monitoras, agotadas, me miraban desde el bordillo con cara de: "Dios mío, llévame pronto" y me decían que si no se querían bañar, pues que no se bañasen, pero que ellas pasaban de pelearse. Al final para estas cosas voy a la piscina.

Me los llevé de la mano berreando como locos (la gente me miraba como si fuese yo la protagonista de "La mano que mece la cuna") y les propuse un baño de tobillos mientras yo, desde fuera, les sujetaba las manos. Sólo meter los pies, se lo prometí. El pijo escéptico me dijo después de pensárselo que por los cojones se iba a bañar. El miedosillo me miraba con cara de terror y desencajado.

Reformulé la cuestión: o se metían conmigo o se metían sin mí. Tres segundos para tomar una decisión autónoma, sin presión. Dos segundos. Un segundo. El pijo escéptico se agarró de mis manos: "¡¡¡¡PERO NO ME SUELTAS, ¿¿¿VALE???!!!". Le juré por mi madre y todos mis ancestros que no le iba a soltar.
Le paseé por toda la piscina sujetándole las manos desde fuera, y él se lo pasaba en grande moviendo los piececillos. Cuando no pude más le subí de nuevo:

-¿Ha molado, eh?- le dije.
- Psé, séhhh- contestó él medio pasota medio sonriente.

A estas alturas el niño miedoso me miraba con los ojos desencajados. Había visto cómo me las gasto y estaba entre tener una crisis nerviosa o desmayarse. Fui a por él y empezó a llorar desconsolado. Le agarré las manos:

- Te prometo que sólo un piececillo, como si no quieres meter el otro.

Entendió cómo funciona la cosa e imitó a su amigo:

- ¿¿¿¡¡¡¡PERO SÓLO UN PIE, VALE????!!!! ¡¡¡Y NO ME SUELTES!!!
- Que no te suelto, que no- le dije.


Inicié la misma maniobra de inmersión con una diferencia muy sutil: este niño era el doble que el otro. Y le molaba el agua mucho menos que a su colega. Así que eso, en vez de ser un baño relajado, empezó bien pero pasó a ser una lucha histérica por salir del agua antes de entrar. Ya estaba notando yo que el universo me iba a castigar por hacer eso, pero aún así mandé al universo a la sala de espera e intenté calmarle hablándole al oído.  Cuando por fin se relajó y empezó a disfrutar, llegó el castigo: algo crujió dentro de mi ser y me quedé en un ángulo recto perfecto de espalda sin poderme mover.

El niño se empezó a angustiar por querer salir, y yo a rayarme porque no podía sacarle ni moverme. El socorrista, como siempre, estaba tomando el sol. Éramos el niño, yo y los elementos. Con ciertas dificultades conseguí sacarle de la piscina pero yo me quedé como Chiquito de la Calzada, sin poderme estirar. Fui en esa posición hasta el cole abandonando a la manada y me puse calor, pero nada. Ya había firmado un contrato con la vida para estar una semana como Quasimodo, el Jorobado de Notre Damme, y no podía hacer nada por evitarlo. El descojone general era algo con lo que ya contaba.

Menudo lumbago. Normal, cuando se fuerza pasan estas cosas, que al final todo pega un calambre que más que fastidiarte te está avisando: "Cuidado, que estás forzando mucho, cuidado, cuidado".

Así que para el resto de esta Escuela de verano, y mientras vuelvo a mi posición, he decidido disfrutar y no forzar. ¿Que no cuadra el presupuesto? Ya cuadrará mañana. ¿Que me apetece acercarme a la piscina? Me acerco. ¿Que tengo que invertir medio minuto más en abrochar un vestido? Pues lo invierto. Como dice R.: "Realidad sin esfuerzo": Importantísima.

Así que mientras tanto seguirmos disfrutando de Cayo Paloma, y de mis imitaciones de Chiquito, y de mis pobres pequeños, que al final de este curso habrán conseguido, seguro, que su mar particular vuelva a ser sólo una piscina.