"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




domingo, 18 de noviembre de 2012

La huelga, Elsa Punset y el rasero de la felicidad

Sin paños calientes: llevo 15 días convaleciente, encerrada en el torreón de un castillo de gotelé y trece pisos de alto. Ni siquiera tengo dos largas trenzas para lanzarlas por la ventana, porque me las cortó un peluquero moderno cuando decidí cambiar de look, de aires y de vida. Lo medio conseguí, pero ahora estoy encerrada en lo alto y cual Rapunzel del siglo XXI, pero sin nada que lanzar a alguien que pase por debajo de mi ventana a caballo, y sólo puedo hablar con la bruja a través del whatsapp. Qué vida más dura.

Hace un par de semanas me operaron para extirparme un sobrante del cuerpo, que es un gustazo, porque llevaba tiempo dándome la lata, cada vez más. En estas dos semanas he escrito al menos cuatro o cinco veces el inicio de este post, y cada día lo hacía desde una perspectiva, ahora al borde de la depresión por el encierro, ahora contenta porque había tenido una visita inesperada, ahora enfadada por las molestias y los dolores, ahora enternecida por aquella llamada tan bonita que me hicieron desde un lago. Menos mal que lo dejé reposar todo para llegar hasta este momento y poder contar un poco todo, tranquila.

En estos días he tenido todo tipo de estímulos positivos, pese a todo: visitas, regalos, llamadas, mensajes, flores, bombones y kilos de cosas ricas de comer que no sé si esta convalecencia no me va a quitar un sobrante y me lo va a rellenar de colesterol del malo, del que atacan los soldaditos del Danacol, porque quienes me conocen dan en el clavo y claro, me paso el día matando las penas a golpe de azúcares y grasas saturadas de todo tipo y pelaje.

Mis amigas de toda la vida trajeron a mi torreón su(s) visita(s) y me rodearon de sonrisas, de M&M´s (lo dije, son malvadas, por su culpa llevo una semana comiéndolos casi compulsivamente) y de historias de toda la vida para levantarme el ánimo. Como añadidura trajeron un libro de Elsa Punset, Una mochila para el universo. La verdad es que la familia Punset nos gusta bastante, especialmente porque nos da juego para miles de conversaciones pseudotrascendentales, así que tener el libro en mi poder me convirtió en una especie de gurú de los temas de conversación de las próximas treinta o cuarenta cañas que quedemos a tomarnos.

El tiempo acompañó mucho a la lectura en los días sucesivos, y me sorprendí pasando las horas enteras sentada en un sofá que tengo en la habitación porque mi padre decidió que era perfecto para mí pero que a mí no me ha conquistado hasta ahora. Esa es una filosofía que tengo muy desarrollada en varias facetas de mi vida: casi nunca descambio ni desprecio regalos que me hacen (ropa, libros, muebles, música, lo que sea) porque aunque ahora no me guste demasiado sé por experiencia que no soy una tía que se cierre en banda a nada y que llegará el día en que ese objeto tenga un hueco perfecto en mi vida. En el caso del sofá ha resultado ser maravilloso para la postura que tengo que mantener durante el postoperatorio, así que estoy feliz de no haber tirado el sofá a tomar por culo en todo este tiempo, cuando sólo estorbaba y me ponía de los nervios.

El libro me duró como un par de días, y básicamente habla de la inmensidad de la vida, del quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos pero en bata y zapatillas, es decir, desde una perspectiva muy de andar por casa. Bueno, en realidad aborda especialmente la felicidad, como todo lo filosófico, y como es lógico empieza preguntando: ¿qué es ser feliz? Lo decimos con mucha alegría: "soy feliz". "No soy feliz". "Podría ser más feliz". "No podría ser más feliz". "Felices los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios".
La felicidad es un tema muy recurrente en cualquier contexto, para nutrir la fe, para alimentar el espíritu, pero nadie sabe qué coño es.

Elsa Punset define la felicidad como "el grado de satisfacción y/o de bienestar de una persona". Fácil, sencillo de entender y de medir: ¿te sientes bien contigo pese a que tu curro sea una mierda? Eres feliz. ¿Tienes el trabajo de tus sueños pero no te acabas de hallar en él? No eres feliz. Y eso hablando de trabajo, que es para mí un tema banal: nos ponemos a hablar de las familias o de las parejas y te caes para atrás.

El caso es que los primeros días de mi convalecencia casi me ahogo, pero literalmente. Me veía como un pez en una pecera cerrada, sin poder "hacer nada": sin poder salir, sin poder pasear, sin poder ir a tomar algo, sin poder hacer la compra, sin poder quedar con mi gente adorada, sin poder ir al cine, ni al teatro, y en fin, sin poder ser yo. Cualquier comentario que contradijese mi sensación me ponía de peor humor, y mi vida se basaba en escuchar a cantautores suicidas y mirar por la ventana en pijama contando los minutos para que terminase esa hora, y luego la siguiente, y luego la siguiente, y así.

Habrá quien piense que exagero, pero es muy fuerte la sensación de "imprductividad" que genera mi cerebro cuando no estoy haciendo "lo que se espera que yo haga". Hablándolo con P. (alias Cabaretera woman) me explicaba que era normal que en mis dos o tres primeras semanas como desempleada me sintiese totalmente inútil y desesperada. Nacemos y crecemos en una sociedad que excluye a quien no genera dinero. Yo no he parado de moverme desde que terminó mi último curro, sigo estudiando, haciendo cursos, leyendo, saliendo, aprendiendo, viajando, conociendo gente, haciendo mil cosas, y sin embargo no terminaba de sentirme bien por no estar haciendo nada que aportase, a mí o a cualquiera, una remuneración. El sueldo se había convertido en el colchón de mi bienestar mucho más que mi misma persona, y sin darme yo cuenta había sido educada (y educaba yo también, joder) para producir, y producir y producir, pero siempre con intercambio monetario. Qué horror.

Pues igual que el sueldo era el rasero de mi aparente felicidad, lo era estos días la vida social. "Si no curras al menos mueve el culo", parecían decirme hasta los cojines del salón. Ni siquiera quería aceptar que entre los dolores y la incomodidad NECESITABA, física, emocional y mentalmente, descansar. Estar tirada en la cama me parecía el colmo de la falta de respeto al Universo. He buscado, incluso, excusas para levantarme cuando realmente no hacía falta que lo hiciese.

Así estuve hasta que el miércoles, día 14, España llevó a cabo la huelga general que llevaba tiempo convocada. Yo secundé la huelga como pude desde casa, y esto es tratando de no consumir o hacerlo en la medida justa y necesaria, que en el caso de una enferma es un poco más de lo normal en cualquier otro caso. Sin embargo, apagué la tele, las luces que siempre andan de fondo en todas las habitaciones de mi casa, la radio que también está encendida intentando hacerme compañía y decidí incluso ignorar el teléfono, que en realidad no me hacía ni falta.

Ese fue el día en que descubrí el sofá y su comodidad. A la luz de la magnífica claridad que entra por mis ventanas estuve toda la mañana disfrutando del silencio de mi casa y del libro de la Punset. A ratos paraba, me estiraba, me asomaba por la ventana y observaba la quietud de mi barrio, no sé si por la hora, por la huelga o por los coches de policía que patrullaban por aquí a cada rato.

Comí y me eché una siesta relajada, placentera, sin prisa por hacer nada (total, no podía ir a la manifestación posterior, sin móvil no iba a contactar con nadie, sin tele no me interesaba despertarme para ver una peli ni un programa), y descansé como llevaba semanas sin hacerlo. Me desperté, merendé y aproveché la última luz del día para leer. Tuve una visita sorpresa, disfruté de una conversación y una cena estupendas y me acosté habiendo disfrutado de un día en el que yo y mis apetencias habíamos sido protagonistas.

Qué placer.

Desde ese día, mi vida de convaleciente ha dado una vuelta. Mi amiga Brendi me decía en una de mis épocas más bajas:

- Haz el favor de no estar todo el día pendiente de lo que NO tienes. Fíjate en lo que tienes, que es mucho, y no te pases las horas quejándote.

También lo dice Elsa Punset: el cerebro humano, para equilibrarse, necesita cinco estímulos positivos por cada uno negativo, y necesita vivirlos intensamente. Olvidarse del mundo y dejarse llevar. Mi profe de yoga lo llama "meditar en lo cotidiano". Al final todo el mundo tiene razón y yo estoy por patentar un especial del programa "21 días" que se llame "21 días negando la realidad" o simplemente "21 días en la parra".

Así que me he dedicado estos últimos días a disfrutar de todo lo que me ofrece el reposo en casa: pasar un buen rato cocinando, reciclar ropa a base de imaginación, aguja e hilo, leer sin prisa en mi sofá redescubierto, escribir todo lo que se me pasa por la cabeza, pintar con acuarelas, mirar cómo caen las hojas por la ventana, tocar la guitarra compitiendo con el capullo de mi vecino y su piano (que no termina de dominar) y sobre todo escucharme y hacerme caso cuando me apetece hacer algo.

Y el caso es que me estoy recuperando mucho más rápido desde el miércoles, me lo ha dicho mi cirujana. "Eso es que comes mejor" me ha comentado. Si supiera que sobrevivo a base de M&M´s...
Estoy más tranquila, duermo mejor, como mejor, disfruto de los cambios de mi cuerpo durante estos días.

Lo mejor de todo es que me encuentro estupendamente. Casi no tengo dolores. Estoy más tranquila: el otro día me despertaron dos veces de la siesta los de Atención al Cliente de Vodafone y no tuve ganas de matarles. Eso es que estoy cambiando sí o sí.

Y estoy bastante satisfecha. Ha subido mi nivel de bienestar. Debe ser que estoy haciendo eso que llaman "crecer",o quizá sea que a pesar de estar hecha un guiñapo y estar loca por que me den el alta, voy siendo cada día, según palabras de Elsa Punset, un poquito más feliz.





lunes, 5 de noviembre de 2012

El síndrome de Stendhal (o qué he venido yo a hacer a este mundo)

Cuando me hallaba yo surcando los mares en velero cual Rose Dewitt Bukater en Titanic, bajamos nadando a visitar una isla cuyo nombre no recuerdo, la verdad, pero que era el paraíso mismo rodeado de agua por todas partes.
Como toda isla que se precie, tenía un punto con un mirador natural increíble, así que tras muchos minutos ascendiendo cuesta arriba, con cuarenta grados a la sombra, la ropa empapada del baño y la cara roja como un tomate, subimos hasta lo más alto para tener las mejores vistas del conjunto.

Al llegar arriba, nos quedamos casi sin respiración: era con diferencia una de las vistas más increíbles que yo recuerdo en mis largos años de viajar por el mundo. De repente confluían todos los elementos naturales habidos y por haber (sol intenso, nubes algodonosas, aguas cristalinas, olas embravecidas, arboleda salvaje, miles de pájaros y mariposas revoloteando, flores de colores) en una armonía tan perfecta que hacía daño a los ojos. No sé cuánto tiempo pasó cuando de repente una de mis compis dijo:

- Os juro que creo que estoy teniendo un brote del Síndrome de Stendhal.

Casi me amarga el momento, porque sin saber yo a qué sindrome se refería me imaginé un desvanecimiento por el sol, o algo así, y la miré asustada. El resto la miraban con la msima cara que yo, así que vio que era el momento de explicarnos.

Resulta que el Síndrome de Stendhal es una somatización que se produce por no poder soportar tanta belleza como hay en el mundo a veces. La realidad es que en sus inicios se refería a la belleza en el arte, concretamente en el arte florentino, pero ahora se puede usar también para definir lo que acabo de expresar.

Me recordó a una frase de Albert Espinosa:

"Rompí a llorar. Me encanta esa expresión. No se dice "rompí a comer" o "rompí a caminar". Romper a llorar o reír. Creo que vale la pena hacerse añicos por esos sentimientos".

Hay cosas por las que merece la pena romperse, aunque eso incluya padecer un síndrome. En este caso el Síndrome de Stendhal me pareció una maravillosa forma de bloquearse, puestas a bloquearse por algo. La belleza, la inmensidad o el placer infinitos son premios que para mi gusto bien se merecen el (puto) camino que a veces hay que recorrer.

Hasta aquí yo lo tengo todo clarísimo. El tema es cómo romperse o lo que es peor, cómo romper.

Llevo tiempo con la sensación de que todo es complicadísimo. Incluso lo que tú pensabas que era fácil, resulta que no, que es complicado. Vivir es una contrarreloj entre lo que ya sé y lo que me queda por descubrir, y a veces me sorprendo sin tiempo material entre medias para disfrutar de las dos cosas. Y me agoto.

Me agoto de tener que ir corriendo a todas partes, me agoto de discutir. Me canso de romper con los estereotipos, me canso de luchar contra el techo de cristal que ni siquiera he creado yo misma. Me ahoga el sentimiento de desmotivación de la gente en general, me saturo con tanto como hay por lo que protestar.

Hay veces, sin embargo, que veo un resquicio de luz. Que de repente me enamoro de un lugar, o de un momento, o de la energía vital de una persona, y entonces pararía ese instante para que no se me escapara entre los dedos y pudiera saborearlo, y retenerlo un poco más para sentir que la vida no es siempre tan complicada, tan sufrida, tan difícil, que se puede vivir sin dar tantos trompicones.
Dice mi amiga Cabaretera que soy una persona intensa en los inicios de las relaciones, y tiene razón, pero no lo soy con todo el mundo, es una reacción que ni siquiera controlo, es instintiva: cuando alguien me atrae trato de retenerle, es mi forma de ir llenando los huecos que tengo con pequeños ataques del síndrome de Stendhal para que luego, cuando de viejecilla (si llego) mis nietos y nietas me pregunten como yo hago:

- Abuela, ¿vivir merece la pena?

Yo pueda responderles con una sonrisa, ni sí ni no, pero sonrisa abierta, de las que confirman que no hemos venido al mundo sólo a sufrir, sino que también tenemos la obligación de maravillarnos con tantos lugares, tantos momentos, tantas personas y tantos colores que se esconden en cada esquina para sorprendernos.

A eso he venido yo al mundo: a sorprenderme cada día con todo lo que el mundo es, con lo que eres,  lo que soy, y especialmente con todo lo que todo lo que tú y yo podemos llegar a ser.
A morir, puestas a morir por algo, por no poder soportar tanta belleza como nos rodea cuando abrimos los ojos, respiramos, y simplemente, nos dejamos llevar.

En esas estoy. A ver qué pasa.