"Pido perdón a los niños por haber dedicado este blog a personas mayores. (...) quiero dedicar este blog a los niños y niñas que estas personas han sido. Todas las personas mayores fueron primero niños (pero pocas lo recuerdan). Corrijo entonces mi dedicatoria."

Adaptación de la dedicatoria del libro "El Principito", de Antoine Saint-Exupéry




viernes, 11 de enero de 2013

La llave de la azotea

Mi hogar está situado en el medio de un edificio de 16 plantas.

¡16 plantas!

Mucha gente se horroriza cuando se lo cuento, o cuando vienen a verme.

"¡16 plantas!" repiten. "¿No son muchas?", insisten.

Pues hombre (o mujer, o viceversa, quién sabe), unas cuantas sí son. En los últimos años de mi existencia me he encontrado por el camino con muchas incorporaciones nuevas a mi vida que vivían y/o viven en chalets (hasta la adolescencia tardía sólo tuve una amiga que vivía en un chalet, Olga, y conté su historia aquí) o casitas bajas, y claro, les dan vueltas los ojos cuando vienen a mi casa.

El lector o la lectora que no haya venido a mi casa se imaginará a estas alturas que vivo no sé, en un rascacielos del corte de las Torres Gemelas o similiar. Lo peor (o lo mejor, yo ya no sé) es que ni siquiera vivo en un rascacielos moderno y elegante, sino en el clásico edificio de pisos de construcción sesentera en un barrio de la antigua periferia madrileña que aparte de no tener una estética aplastante ni siquiera sale en las revistas. Es un bloque en el que nos amontonamos cual abejitas en su colmena, y en el que, si prestas atención, puedes escuchar decenas de vidas bullendo en su interior.

El caso es que vivo en todo el medio del edificio. Son 16 plantas distribuídas en 3 sótanos y 13 pisos de viviendas, sin más. En esos 3 sótanos se apilan coches, motos y bicis y trastos de todos los tipos y pelajes, porque conviven los trasteros (que costó 13 años de juntas vecinales construir según me han contado y que provocaron rencillas por las cuales los vecinos más antiguos no se hablan entre sí) y los garajes, en los que hay normas estrictísimas de aparcamiento que no cumple ni un vecino (me incluyo). Por lo demás, convivimos en paz y armonía absolutas.

Mi casa está en el piso 7, una altura perfecta para una persona con miedo a las alturas como soy yo (ejem). El caso es que siempre he vivido en pisos relativamente altos, así que estoy más o menos acostumbrada. No obstante, tengo lo bueno de los pisos altos, que es alejarse del mundano ruido de la calle, y por otro lado lo bueno de los pisos bajos, que es tardar menos de 45 minutos en bajar hasta la calle. También conté una vez, concretamente en el post acerca de la dura vida en comunidad, (puedes recordarlo aquí) que en mi casa sólo hay un ascensor y quienes viven en el piso 13 ven poco la luz del día, porque hasta que el ascensor sube a sus casas ya se ha hecho de noche. Para eso pusieron las escaleras, pero entiendo que las escaleras se hicieron para valientes y cada vez hay menos.

El caso es que hay una leyenda urbana cuya veracidad nunca he constatado porque no tengo propiedades inmuebles, y es la que dice que las casas que se encuentran en pisos superiores al 7º de un edificio se venden más baratos porque, en caso de incendio, las escaleras de los bomberos no llegan hasta tan arriba. No sé si será cierto pero tampoco tengo excesivas ganas de comprobarlo; la cuestión es que en caso de incendio, es cierto que los pisos altos tienen serios problemas para cualquier solución que se proponga.

Sin embargo, para los pisos altos también hay una alternativa, que es la azotea. La azotea es una explanada que hay en lo alto de la torre y que sólo, sólo, SÓLO, está pensada para emergencias.
Desconozco si quienes vivan en los pisos altos la utilizan con otros fines, en fin, no quiero ser inductora del vandalismo vecinal ni de acciones que vayan en contra de los estatutos comunitarios. Sólo digo que un colega mío vivía en un último piso de un edificio como el nuestro y no sabe nadie cómo se veían las estrellas desde su azotea (que seguramente también estaba pensada para evacuaciones).

Lo que a mí nadie me responde es, en caso de incendio, qué cojones vamos a hacer apiñad@s en la azotea, pero entiendo que son preguntas incómodas para los altos cargos. Algún día lo sabremos.

Toda esta información está en mí desde hace relativamente poco. A mí los planes de evacuación me causan poca impresión, la verdad, veo la desgracia lejana (toquemos madera) y, si me tiene que tocar, confío ciegamente en el resto de la humanidad, porque yo me voy a bloquear fijo.
Sin embargo llevo semanas y semanas jurando en arameo enfadada porque se me enganchan las llaves en el ganchito de la puerta (ese ganchito que se coloca en las casas donde viven varias personas para que cada quien cuelgue su manojo de llaves).
Mis llaves se enganchaban a cada minuto en el ganchito, y lo hacían porque del saliente colgaba una llavecita sola, en su arandela, sin etiqueta que la identificase ni nombre al que asignarla. Al principio pensé que sería una llave de las que se pierden y pululan por nuestras vidas sin ton ni son, así que me organicé para encontrar a su dueñ@. Tras una búsqueda exahustiva, dí por finalizada la investigación: no era de nadie.

Entonces, ¿qué coño hacía esa llave ahí, molestándome cada mañana?

Finalmente descubrí que es la llave de la azotea. ¿Qué hacía ahí, en nuestro ganchito? Pues la respuesta es que se le da a todo vecino o vecina cuando llega al edificio para que la cuelgue en su ganchito, y ahí debe esperar al día de la debacle para que, en la locura de gritos, carreras, muerte y destrucción, podamos cogerla (en realidad sólo quien salga primero, si el resto andan en el piso de abajo buscando un calcetín en el tendedero de la vecina o pidiendo sal se quedan sin escapatoria) y huir despavorid@s hacia el piso 13, eso suponiendo que consigamos salvar los 6 pisos de escaleras (el ascensor no funcionará, y si funciona se habrá bloqueado, 150 familias intentando subir a la vez) entre fuego, humo, ascuas y pladur desprendiéndose de todas partes.

¿En serio?

¿En serio voy a estar toda mi estancia en esta casa pendiente de la llave de la azotea?

¿En serio voy a dejar que me moleste cada vez que salgo de casa sólo por si un día, quizá hay un incendio, y quizá estoy en casa, y quizá me da tiempo a cogerla y quizá...?

¿En serio voy a vivir toda mi existencia pendiente de las cosas que "quizá pasen" (o quizá no), en vez de guardar todos los "por si pasa" en el cajón y ser un poco feliz aquí y ahora?

¿En serio vamos a desperdiciar nuestro tiempo siempre cuidando de las llavecitas de las azoteas de nuestros sueños y nuestras metas en vez de vivir dentro de ellos y hacerlos realidad, sólo porque alguien nos dice que puede que (y sólo puede que) algún día venga un incendio y los destruya?


En serio, en serio... en serio.



PD. Magnífica foto, magnífica idea de Mar Lozano (poesiavisual-marlozano.blogspot.com), se la voy a copiar para enmarcar la llave de mi azotea. Y si hay un incendio, ya veremos qué hacemos.




miércoles, 2 de enero de 2013

El 2013 se llama Pilar

Llevaba bastante tiempo dándole vueltas y recopilando ideas acerca de qué escribir para cerrar el año, y luego a qué escribir para abrirlo. Es una reacción muy natural del ser humano recopilar, recopilar sobras de la cena para comer al día siguiente, recopilar fotos para hacer álbumes que jamás volvemos a ver (salvo en los tiempos muertos de las cenas familiares, que ahí sí que son buena excusa para pasar el rato), recopilar recuerdos amontonados en cajas y paredes, recopilar momentos para hacer listas interminables de cosas que han pasado en el año que termina y cosas que esperamos que pasen en el venidero. Esta última lista es la de propósitos que jamás cumplimos, y no lo hacemos porque esa lista la está haciendo nuestro "yo" de las circunstancias, el que hace las cosas "que toca hacer", pero que en cualquier otro momento jamás dejaría de fumar, ni se pondría a dieta ni se propondría correr todos los días. Mi "yo" interno, de hecho, piensa que correr es de cobardes.

Han pasado tantas cosas en 2012 que es complicado hacer una recopilación: se nos quedaría una lista larguísima y pesadísima de desasosiegos, angustias, recortes brutales, pérdidas de derechos adquiridos, mamoneos varios, paro, inflacción y demás dramas sociales parapetados por mensajes pseudopositivistas rollo Campofrío que lejos de subirnos la moral a mí personalmente me suben el ácido láctico. En fin.

Al final de todo, mientras pensaba, el 2012 me dejó un momento que tapó por completo mis ansias de recopilar y rebuscar en los cajones de mis miserias personales (y las colectivas, que no estoy yo peor que la mayoría de la gente), y me lo dejó de la mano de quien siempre tiene un punto de sabiduría más que el que podamos tener entre toda la juventud humana: mi abuela.

Mi abuela Maruja es la madre de mi madre, y es la única de mis abuelos que aún puede hacer una vida mínimamente autónoma. Los padres de mi padre fallecieron (y de hecho este pasado 2012 nos dejó mi abuelo Patricio, puedes recordar cómo lo viví pinchando aquí) y el padre de mi madre vive, pero el hombre está ya en una silla de ruedas, con su cabeza y su salud en perfecto estado pero sin movilidad ni autonomía. Mi abuela es la única que aún va a la peluquería, y a la compra, y a tomarse unas cañitas, y al cine todos los miércoles de la vida ahí llueva, nieve o truene. Mi abuela es una crack.

Mi familia cercana (véase mi padre, mi madre, mi hermana y yo) vamos a verles una vez a la semana, aunque no necesariamente todos juntos el mismo día. El caso es que hace un par de semanas estaba yo tomando el aperitivo tan feliz con ella en la terraza cuando me dijo:

- Oye hija, este año me haría mucha ilusión que me llevaras a conocer a Pilar.

Pilar es la asistente de Teleasistencia que les corresponde a mis abuelos. El servicio de Teleasistencia es eso que mis abuelos llaman "el botón rojo", ese pulsador que los abuelos del mundo llevan colgado del cuello y que pulsan veinte veces al día por equivocación, pero que en realidad está pensado para las emergencias y para comunicarse con ellos.

Las operadoras y operadores de Teleasistencia llaman además a los abuelos y abuelas del mundo varias veces a la semana para charlar, contarse batallas, recordarles que no abran la puerta a gente extraña, que beban agua, que se tomen el pastel de medicinas que les receta el médico (a partir de ahora, por cierto, previo pago de un euro por receta), que hagan ejercicio, que no se pongan al sol y todas las recomendaciones que se dan para preservar las vidas ancianas.

La mujer que llama a mis abuelos varias veces a la semana se llama Pilar, como digo. Mi abuela, como todas las abuelas y abuelos de este mundo, disfruta infinito de las conversaciones con Pilar, porque aunque hable con mi madre y con nosotras treinta veces al día, nosotras siempre hablamos de las mismas cosas, nos tenemos muy vistas. Sin embargo, con Pilar cada día es una conversación nueva, porque no se conocen: que si el tiempo en primavera, que si cómo está mi abuelo, que si no se qué nueva medicina, que si las nietas, que si mis hijas, en fin, lo que a nosotras no nos cuenta porque es hablar de lo pesadas que somos.

Pues mi abuela, a su ochenta y tantos años, tenía una ilusión para este año que ha terminado: ponerle cara a Pilar. A veces jugábamos, por la voz, a intentar imaginarla: mi abuela decía que sería bajita, gordita y con cara de simpática. Mi padre que tendría unos cuarenta y tantos años y que era tan dulce porque tenía dos hijos no muy mayores. Mi tía se la imaginaba un poco anticuada vistiendo, con lo entrañable de las personas que no le dan importancia a la ropa porque exceden a las modas. Yo la imaginaba muy blanquita de piel, con ojos claros y sonrisa tierna.

Por fin nos armamos de valor y averiguamos la dirección del servicio de Teleasistencia. Quedamos al día siguiente para conocer, por fin a Pilar, después de haberla interrogado discretamente en sucesivas llamadas acerca de la posibilidad de ir a verla ("sí, sí, por favor, venid cuando queráis") y de cuándo podríamos acercarnos ("yo es que sólo tengo horario de tarde, Maruja").

Mi abuela estaba radiante cuando llegué a buscarla, con su pañuelo azul cielo y su camisa blanca. Mi abuela es una mujer guapísima y elegantísima con cualquier cosa que se ponga, pero es que además va siempre impecable. Llevaba dos cajas de bombones y una felicitación navideña que no le dio la gana de escribir a ella ("tengo muy mala letra", pero era vaguería, vamos, porque ella tiene la clásica letra redondilla típica de quien aprendió a escribir con métodos tipo "Rubio" y jamás volvió a escribir de corrido) y que terminé rellenando yo. Nos cogimos mi coche y fuimos en busca de Pilar.

Para no liarla puse el GPS, que es algo que sólo hago si voy con prisa y no me quiero perder. A mí es que a veces me gusta perderme, es la mejor forma de descubrir sitios interesantes, pero esta no era la mejor ocasión, porque mi abuela ya iba nerviosa y no queríamos dar vueltas infinitas por todas las callejuelas, a riesgo además de llegar tarde y perdernos a Pilar. El corazón de mi abuela y el mío, que funcionan a golpe de susto porque somos muy dramáticas y hemos visto juntas muchas telenovelas, no hubieran aguantado esa situación.

Mi abuela iba flipando con el GPS, y se iba quejando de lo desagradable que era la voz que indica la dirección. La pusimos a parir entre las dos, que qué pito, que qué borde, que qué mal vocalizaba; en una de estas la vocecilla me indicó:

- En la siguiente rotonda, gire a la derecha. Gire a la derecha. GIRE A LA DERECHA.


Yo estaba en un semáforo parada, no podía girar aún, pero claro, eso la voz del GPS no lo entiende, así que a la tercera vez que me lo dijo me puse nerviosa y dije elevando la voz:

-¡QUE SÍ! ¡QUE TE HE OÍDO! ¡QUE AHORA GIRO!

Y justo se abrió el semáforo, giré, la voz se calló y la vida siguió. Mi abuela me miraba desencajada:

- ¡Anda! ¡No me digas que la señorita que habla nos está oyendo...! Y nosotras diciendo todo ésto...

Yo me empecé a reír:

- Abuela, no nos oye, es una grabación...

Y ella:

- Pues le has hablado y se ha callado.

Podríamos haber debatido durante horas sobre la tecnología, pero por fin habíamos llegado a la sede de Teleasistencia. Después de poner el ticket del parquímetro entramos a la sede, y nos recibieron decenas de caras maravillosamente sonrientes. Preguntamos por Pilar, pero estaba descansando, así que nos invitaron a sentarnos en la una silla a esperarla.

Durante un rato, mi abuela y yo jugamos a intentar adivinar quién era: esa mujer de pelo corto y alta que nos sonríe... no, no es. Aquella otra de la larga trenza rubia que parece que se acerca... pues tampoco es, mira, se sienta. Igual es ésta que viene, la de la melenita pelirroja que nos mira intrigada... pero no, se va a la calle.
Así estuvimos un rato hasta que se abrió la puerta y entró Pilar. Supimos que era ella.

Era todo lo que habíamos imaginado: con la piel blanca y los ojos claros, como yo pensaba, con sonrisa encantadora, como decía mi abuela, con la ternura de los ojos de las madres, como decía mi padre, aunque no era anticuada vistiendo, sino sorprendentemente elegante y sencilla. Se acercó a nosotras, y mi abuela se echó a llorar. No les hizo falta decirse más. Se abrazaron un rato mientras yo observaba la escena sin saber bien si unirme al abrazo, si salir, si llorar, si reír. Al final esperé un segundo y cuando mi abuela la liberó, me uní al abrazo.

Lo demás fue como esperábamos: le estuvimos contando nuestras vidas, y ella la suya en Teleasistencia, claro, porque no va a contarnos la pobre mujer su vida personal. Conocimos las instalaciones y a otras asistentes (encantadoras todas ellas) y mi abuela les contó lo encantada que estaba, y ellas le dijeron que qué guapa, que qué joven, que no se la imaginaban así, que cómo estaba mi abuelo. Les dio los bombones y se le iluminaron los ojos cuando ellas le dieron las gracias. Faltaba un querubín rubio lanzando pétalos de rosa desde una nube algodonosa en el techo de aquel despachito. Fue una tarde genial.

Mientras salíamos por la puerta y mi abuela se ponía el abrigo, Pilar nos dio las gracias por la visita y mi abuela le dio las gracias por ser tan maravillosa; entonces me dí la vuelta, abracé a Pilar y le dije al oído:

- Gracias, gracias, gracias, por hacer a mis abuelos tan felices, pero sobre todo gracias por haber hecho crecer nuestra familia, y la de tanta gente que no tiene la suerte de tener una. Sois increíbles.

Y ella me dijo:

- Gracias a tí, por hacer crecer la nuestra y hacer que tu abuela se permita disfrutar tantio.

Y entonces Pilar y yo compartimos una lagrimilla que no hemos contado a nadie (yo al menos no lo he hecho, no sé si Pilar lo habrá comentado) porque formó parte de aquel momento, y nos miramos con la esperanza de encontrarnos de nuevo.


Después de este episodio reflexioné, y decidí que mi deseo para este 2013 iba a ser éste: conocer a tantas Pilares que hay por el mundo, y generar familias nuevas, y estar pendientes de todas ellas, y generar redes, que al final son lo único importante, lo único que está siempre, por encima de la crisis, la recesión y nuestros dramas de telenovela.

Mi abuela, una mujer que ha vivido tanto y con tanta gente, sólo quería, al final de este año, ponerle cara a todos los corazones que hay en su vida.

Que el 2013 os traiga la figura de Pilar a tod@s vosotr@s y a tanta gente que está (o se siente) sola y que aún así, como dice mi amigo Mario, enfrenta con tanto valor la vida cada día.


Os quiero.


https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEixnDAzYs8gwr0ux9r8PnR-fThXps2yZVa0fSS7S_WwjGsifLbFE1wweXfZA7VrziG4f8e-E9q-QvLzYsTMzu6WdFEeRAAwnMiodq90DVo6DXVrjq2lHEsekLPt4d3DxzWKbu1gAX_AK_M/s1600/8327110-red-de-esbozo-de-personas-concepto-de-amor.jpg